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Una experiencia sensorial

Me habían llamado para proponerme dar un curso de cocina en la ONCE, a un grupo de afiliados, eso me dijo una mañana María Jesús, de Avanza.

Desde el principio me sentí totalmente fascinada con la idea de dar clase a ciegos, pues practico una cocina de los sentidos, y todas mis clases comienzan con ejercicios de los sentidos en los que los alumnos se tapan los ojos y huelen especias o escuchan sonidos que emanan de la cocina, o prueban diferentes alimentos, o realizan otros ejercicios para mantener en forma lo que considero esencial para un cocinero: la sensibilidad y la agudeza para captar todo lo que sucede en el maravilloso laboratorio que es una cocina. Así que la idea de dar clase a los ciegos me sedujo desde el primer instante, era un reto al que no iba a decir que no.

Enseguida me encontré con la Institución y mi contacto era Javier, el encargado de las actividades socioculturales.

La Once es como una gran familia, puedo decirlo, nada sucede abajo, sin que se sepa arriba y viceversa, así lo viví yo. Cada miembro, cada persona, ciego o no, tiene su identidad,  no son meros afiliados, son: Conchi,  José,  Ascensión,  Miguel Ángel, Catalina…. Cada uno con su historia detrás y nada de lo que ellos sean o les suceda es ajeno a la Once. Una vez me pude percatar de esto, no me podía sorprender que Javier me hiciera todo tipo de preguntas, no solo sobre el curso que iba a dar, sino sobre mi idea de cualquier cosa, mi estilo, todo era interesante. Tampoco me extrañó que me hicieran pasar un pequeño filtro, una especie de curso para tratar con ciegos y todo esto antes de contratarme para el curso de cocina.

Los afiliados a la Once son como hijos de una gran familia, ciertamente y como un padre celoso, la Once no permite que entres así, sin más en sus vidas, a no ser que demuestres que estás capacitado para ello.

Todas las personas que me fui encontrando me aportaban esta misma idea: protección, cuidado, sensibilidad.

Una mañana y previa cita, coincidimos una monitora de baile y yo haciendo este pequeño preparatorio. Nos pusieron un antifaz y nos hicieron caminar, subir y bajar escaleras, nos enseñaron a guiar y nos guiaron, nos mostraron mediante el ordenador, cómo era la vista de algunas de estas personas con discapacidad, cómo podía ser el proceso de su ceguera, nos hicieron ponernos en su lugar, ir al aseo, ser acompañantes y ser ciegos. Luego ambas ensayamos una clase piloto bajo la mirada atenta de Paloma, que era quien nos iba preparando y corrigiendo. Todo parecía estar pensado, ningún cabo suelto, ellos, los ciegos, los auténticos protagonistas de todo, sólo recibirían lo mejor y todo ese cuidado me conmovía.

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Me di cuenta que tenía que estar a la altura y sabía cómo hacerlo.

Me pasé los quince días que mediaron entre la primera entrevista y el curso, cocinando en casa con los ojos tapados, preparando cada plato que introduje en el programa, intentando sentir lo que sentirían, buscando las mejores descripciones y definiciones para que ellos me entendieran, calculando cualquier contratiempo o dificultad con las recetas.

Cuando el programa estuvo preparado, se lo envié a Javier, todavía tenía que darle su visto bueno. Y así comenzó el curso.

Durante la primera clase nos conocimos y les hablé de Remy, el ratoncito de Rataouille que llegó a ser chef tal y como soñaba. “Cualquiera puede cocinar” era el título elegido para este curso de cocina y en esta primera clase les explicaba el por qué. Ellos estaban temerosos, habían hecho un par de cursos de cocina fría, ensaladas y esas cosas, pero lo que yo les proponía era cocinar de verdad: cocido con pelotas, lentejas, merluza en barro, cremas, bombones…

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Todo lo tenía pensado y programado, excepto el maravilloso encuentro con ese imponderable que es la personalidad de cada uno. Ciertamente estas personas eran muy especiales y sí, todas las personas de este mundo lo son,  pero ellos parecían gritarlo a los cuatro vientos para que no dejara de percatarme de ello.

Enseguida conecté con Conchi, esa mujer autosuficiente, guapa, de las que ten enseñan y ponen las cosas en su sitio: se puede ser muy ciego con los ojos en perfectas condiciones y se puede ver más allá, cuando la vista es sensibilidad que parte del interior. Conchi ha sido además una magnífica colaboradora durante el curso, pues ha sido una especie de eslabón que me ayudó a conseguir la complicidad que finalmente se afianzó en el grupo.

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Enseguida también me compliqué con Achen, o mejor dicho, con  “La princesa Achen”, pues así la llamé desde el principio, en parte por su aspecto: menudita, con pelo muy largo y liso, con manos como de una muñeca, con ese aspecto en general que recuerda a esas modernas princesas de los cuentos de aventuras, pero también en parte por su actitud, una delicada actitud de sangre azul: “no sé, no puedo, no creo…” y que estuve rebatiendo día tras día en un forcejeo cómplice que nos hizo amigas. Imagino que ella es tan consciente como yo de ese vínculo entrañable que hemos creado.

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Los chicos estuvieron más discretos, de José se me ocurre decir que es delicioso,  un alumno excelente con una gran sensibilidad. He disfrutado de su presencia, así, a su manera, a su ritmo, en su discreta participación, sí,  he disfrutado de su presencia como se disfruta un abrazo delicado que siempre es agradable recibir.

Y con Miguel Ángel me ha pasado lo mismo y aunque las circunstancias hicieron que faltara a algunas clases, cada vez que ha venido ha sido una alegría. Lo he visto disfrutar de la cocina y lo he imaginado como un perfecto anfitrión cocinando con gusto para sus invitados, en su nueva cocina.

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Por último, Catalina y su Cristina, inseparables, graciosas, divertidas, una pareja que te pasa de la risa a la carcajada en cuestión de segundos y sin darte cuenta, dos personas ante las que no queda más que inclinarse y mostrar agradecimiento. A Cristina debemos las fotos del curso, que mientras cocinábamos,  nos iba haciendo y que luego amablemente nos ha enviado.

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También quiero mencionar a Anita, la persona que ayuda a Achen y que se ha esmerado cada clase por traer los ingredientes tal y como yo los pedía y que tan bien cuida de Achen.

Lo cierto es que durante estos dos meses, me he sentido también parte de esta familia y por eso, los voy a recordar con mucho cariño y no solo a estos espléndidos alumnos con quien he compartido risas y confidencias,  sino a las chicas de la limpieza, a las recepcionistas, a los asistentes, a los colaboradores, a Javier y a su recién llegada bebita… En fin, a esta comunidad con la que he estado implicada durante el tiempo del curso.

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Ha sido realmente una experiencia hermosa, todos han derrochado amabilidad y me han dado la sensación de que nada entra en aquella casa si no es en esa línea de gentileza.

Por eso, porque es difícil encontrar hoy día un espacio así, paradójicamente de luz,  tengo que dar las gracias a todos ellos y decirles que siempre estarán en un lugar de mi corazón.

En cuanto al curso en sí, Javier me pasaba las recetas a braille, para que ellos las tuvieran más tarde y pudieran cocinar en casa lo que cocinábamos en clase.

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Logramos que la Delegación, esa nueva Delegación todavía con aires de estreno,  oliera a lentejas, a cocido oriolano, a gambas y merluza, a especias árabes…  Hicimos que se escucharan sinfonías de Bach en aquellos pasillos silenciosos, los lunes por la tarde, pues mientras cocinábamos, escuchábamos música clásica. Nuestras risas se oían en toda la planta, nuestros bombones los probaron todos los que por allí andaban. Nos llegó la Navidad acabando el curso y le pusimos la guinda con una receta navideña: mousse de turrón. Daba pena despedirse.

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Cada uno tuvo su título de asistencia, pero lo más importante que aprendieron fue a perder el miedo a la cocina. Hablamos del fuego, de toda esa parte buena del fuego en la que nunca habían pensado, hablamos del barro, del aceite o de la harina. Tocamos las cebollas y escuchamos sus susurros, manoseamos el coco y relatamos la historia de su llegada a las costas de Florida. Nutrición, cultura gastronómica… la clase era como una clase más, de las que a diario imparto, nada era diferente más que unos alumnos que poco a poco, clase a clase, lograron creer en ellos mismos como cocineros.

Todo un placer.