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Todos somos emigrantes

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«A raça humana é uma semana do trabalho de de Deus», Gilberto Gil

«Hambre no es sólo la necesidad de pan, también lo es el deseo de comer ostras», Bertold Brecht

 

Tres de mis abuelos nacieron en Petrer: los dos maternos, Francisco Molla Cortés y María Magdalena Montesinos Montesinos; y el varón paterno, Adjutorio Poveda García. Mi abuela Gabina Manso Almenara procedía de Guadalajara.

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Foto de familia del matrimonio formado por Francisco Mollá Cortés y Mª Magdalena Montesinos Montesinos, con cinco hijos. De izquierda a derecha: Bonifacio, Francisco (el futuro poeta Paco Mollá), Josefa, Magdalena y Carmen.

El abuelo Adjutorio, de extraño nombre, fue un personaje notable: ejerció oficios como maestro de escuela («desasnó» a la mayoría de niños del pueblo en su época); arquitecto (proyectó edificios, como la fábrica de García y Navarro, en Petrer o la Plaza de Toros de Villena); químico (inventó un tipo de cemento cuya patente vendió su socio industrial por buen dinero, estafándole); o médico. Combinaba su indudable capacidad y curiosidad con un desasosiego que no le permitió asentarse en un sitio y prosperar. Vivió, entre otros lugares, en Petrer, Villena y Lyon (Francia), donde, tras comenzar como albañil y atender con competencia a un compañero accidentado,  fue «adoptado» por el médico que llegó después y comprobó, incrédulo, los conocimientos del inmigrante español. Podía haberse quedado en Francia, sacando el diploma en medicina, al que su mentor le alentaba. Pero quiso regresar a su país para comenzar una vez más. Murió joven y dejó a mi abuela con cinco hijos y sin dinero.

A mi padre, Rodolfo Poveda Manso, el único varón, le cayó encima, de repente, la responsabilidad de ejercer de cabeza de familia (entonces eso era muy serio), a los 10 años. Eso le hizo un hombre, dicen, rígido y muy responsable. Vivía en Madrid cuando, en un viaje al pueblo, conoció a mi madre, María Remedios Mollá Montesinos, también llamada Llibertat. Se enamoró y, pocos meses después, la pidió a mí abuelo Francisco. Sus dos hijos nacimos en Madrid, en la colonia Moscardó, barrio de Usera (hoy el de más población inmigrante china de la capital). A los cinco meses de haber llegado yo al mundo, mí padre murió y, poco después, mi madre regresó a Petrer con nosotros.

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Foto de boda de Adjutorio Poveda García y Gabina Manso Almenara en Belly (Francia).

El abuelo Francisco era horticultor apasionado y muy competente. Emigró a Brasil en 1909, huyendo de la hambruna que provocó, entre otras cosas, la plaga de filoxera en la vid. En esa y la siguiente década mucha gente emigró de una Europa empobrecida hacia la promisoria América: italianos, irlandeses (la plaga del escarabajo de la patata casi despobló la isla), españoles, portugueses, franceses, alemanes (sufrieron por entonces la primera Gran Guerra), polacos, griegos, turcos, libaneses y un etcétera largo de nacionalidades, que llenaron los barcos que cruzaban el Atlántico. Hubo hasta emigrantes canarios que se embarcaban en frágiles lanchas y, aprovechando los vientos alisios, arribaban a Venezuela: las primeras pateras.

En Brasil aumentó la familia de mis abuelos. Les habían acompañado sus primeros hijos: Francisco (el futuro poeta Paco Mollá), Magdalena, que falleció a los 15 anos; Bonifacio y Carmen. El trabajo en plantaciones de café en el interior del estado de Sao Paulo permitía a Francisco alimentar a su familia, que se fue haciendo mayor, al nacer allí Vicente, Pepita, Cecilia, muerta en la infancia, y María Magdalena. Una familia grande. Doce años después de su llegada tomaron el barco de vuelta hacia España, atendiendo el pedido de unos tíos, que habían criado a mi abuelo cuando quedó huérfano. Su mujer no quería regresar, porque aquí había pasado muchas penalidades, pero se impuso la decisión del cabeza de familia, que debía gratitud de hijo a sus tíos. Gratitud y algo de cálculo, pues éstos poseían tierras en el pueblo y habían prometido hacerle heredero. Así fue conocido más tarde: l’Hereu, el heredero. Heredó las tierras, en efecto, y aquí nacieron los últimos hijos: Constantino, muerto de niño, Llibertat y Elia.

El cálculo era vender esas tierras y, con el dinero, regresar a Brasil, para comprar allí otras. Pero estalló la Guerra Civil española y ellos quedaron en el bando perdedor. Su hijo Bonifacio murió en el frente, en los primeros combates; Vicente, que entonces tenía 18 años, huyó en el último barco republicano que salió de Valencia; y Paco, aunque no había militado en nada, pasó 7 años en cárceles y otros 12 más desterrado de su pueblo.

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Jura de bandera de Bonifacio Mollá Montesinos (en el centro de la foto).

Las represalias de las nuevas autoridades nacionales consistieron en repentinos y peregrinos «impuestos», que mi abuelo había de pagar de inmediato. Para ello tuvo que malvender las tierras a los proceres locales, que las estaban esperando, ávidos. El apodo l’Hereu quedó como un triste sarcasmo.

Las peripecias del poeta Paco Mollá en cárceles y destierro son conocidas por aquí, pero menos se sabe de los avatares de su hermano Vicente, que se instaló primero en Uxda, en el antiguo protectorado francés de Marruecos, a vuelo de pájaro de la costa alicantina, donde se casó y enviudó sin hijos con una francesa llamada Ivette. Más tarde emigró a Buenos Aires, donde volvió a casarse con la argentina Susana Trocca y adoptaron un niño, Gustavo Mollá Trocca, ahora el único de esta rama de la familia que tiene Mollá de primer apellido. Vicente también escribía, pero era aún más modesto que Paco y no sé de nadie que haya leído cosas suyas. Quizá mi primo Vicente Verdú Mollá, que tiene muchos más conocimientos que yo sobre la familia.Tal vez, algún día, se decida a escribir más extensamente sobre ella.

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El poeta Paco Mollá en una foto de estudio realizada por el conocido fotógrafo eldense Vicente Samper.

La tremenda hambruna que se sufrió por aquí en la posguerra quizá hubiera hecho que mis abuelos tornaran a emigrar, incluso como la primera vez, sin dinero y aún con más hijos; pero el mayor estaba en la cárcel y, tal vez, sufriera las represalias. Así que se quedaron.

Si las cosas hubiesen sucedido de otra manera, si el abuelo Adjutorio, ya doctor, asentado en Lyon, o el abuelo Francisco hubiera permanecido en Brasil, yo no existiría, y los descendientes de ambos estarían entre los millones de franceses y brasileños que tienen ascendencia española.

Estamos vivos de milagro, dice el sabio Enrique Morente. Ya que el azar, improbable, hizo que mis padres mse unieran, dándome origen, aquí me tienen: un petrerense más. Aunque ya dije antes que nací en Madrid, era conocido como «el madrileño» en mi familia, y fui educado en castellano, en el que todos me hablaban, empezando por mi madre.

En mi infancia, la industria comarcal del calzado experimentó un gran auge y había trabajo para reclamar emigrantes de zonas españolas más deprimidas. Así llegó mucha gente, sobre todo de La Mancha: los manchegos, en avalancha, vinieron, aprendieron los oficios del calzado, y sus hijos casaron con gentes de aquí. Todos los pueblos de la zona multiplicaron su población.

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El matrimonio Rodolfo Poveda Manso y Remedios Mollá Montesinos en 1951.

Por mi parte, no sé bien si por mi apodo de «madrileño» o por la herencia de inquietud de ambos abuelos, pronto hice mi primer experimento migratorio. Dada mi temprana edad y escasos medios, no fui muy lejos. En ese tiempo Elda estaba a 1 escaso km. de Petrer, y ese trayecto hacía diariamente desde los 12 años cuando fui inscrito en la Academia de Don Emilio para cursar el bachillerato, tras un breve paso de interno en el Colegio Menor José Antonio, en Alicante, el antiguo Reformatorio de Adultos, donde había estado preso mi tío Paco Mollá.

«Petrolancos» versus «Cagalderos»: fue un conflicto que viví dividido. En un lado estaban mis parientes y amigos de infancia y en el otro mis amigos recientes. En Elda me integré en una pandilla de chicos de mi edad y con ellos pasaba el tiempo libre. Años después formé parte del grupo de teatro eldense Coturno, mientras trabajaba en la notaría de Petrer. Mi aspiración era marcharme a Madrid para ser actor y esperaba superar el obligatorio y engorroso servicio militar para seguir ese sueño.

Pero también Brasil era otro de mis sueños. Los relatos de mi abuelo y mi tío sobre la naturaleza y la gente de allá ya me habían contaminado de «saudade», cuando llegaron al pueblo unos parientes del abuelo; sus primas María Luisa, Olga y Magdalena Mollá, junto a Joao Garbellini, hijo de emigrantes italianos y esposo de la primera, quienes también habían, en la misma época, emigrado a Brasil. A ellos les había ido bien y, en viaje de placer por Europa, se acercaron al pueblo y se reencontraron con sus raíces y parientes. Nos contaron que eran propietarios de «fazendas» de café, en tierras entre los estados de Sao Paulo y Paraná. Nos animaron a hacerles una visita.

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Vicente Mollá Montesinos con su esposa francesa Ivette.

Cuando tuve la fortuna, gracias a una úlcera duodenal, de librarme de la mili, me sentí libre de amarras para volar del nido. De algún modo conseguí el dinero para comprarme un pasaje trasatlántico de avión y me aproveché de la hospitalidad generosamente ofrecida por mis parientes indianos. Con ellos viví los primeros tres meses y también me ayudaron a instalarme en la ciudad de Curitiba, capital de Paraná (la gigantesca Sao Paulo asustaba a este chico pueblerino). Allí hice nuevos amigos «de toda la vida». Emociona recordar la hospitalidad con que me acogieron. Me sentí en casa. Hice mis primeros trabajos profesionales en teatro y descubrí un pueblo y una cultura fascinantes.Yo había oído muchos relatos sobre el Brasil rural que vivieron mis abuelos, cuentos de la selva y sus animales, de las plantaciones y de los emigrantes de todo el mundo que allí convergieron. Yo descubrí el Brasil urbano, su literatura, teatro, poesía y música, que me deslumbraron. En especial la música.

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Celebración familiar en Petrer de la boda de Vicente, tras haberse casado en segundas nupcias con la argentina Susana Trocca en 1962.

Me hubiera quedado, pero era un emigrante sin papeles. Con un visado de turista, tenía que viajar a Paraguay cada seis meses, cruzar el puente y pasar 48 horas en la ciudad fronteriza entonces llamada Presidente Stroessner, para conseguir otros seis meses de tregua. Pasaron dos años y la mejor idea era regresar a España para hacer desde aquí los trámites y conseguir un visado de trabajo.

Pero pensé que, antes de convertirme en un brasileño, me faltaba vivir en la ciudad en que había nacido. En la gira de una compañía de teatro española en Brasil, conocí a un gran actor: Antonio Llopis, con quien contacté a mi regreso. Estaba organizando una escuela de interpretación y me pareció que bien valía la pena estudiar un poco. Hice algunos papeles en teatro y un poquito en cine cuando surgió, inesperada, la oportunidad de hacer un programa en Radio 3. Me permitía mostrar la belleza de la música descubierta [8] y conocer, en persona, a los artistas que vinieran por aquí, que ya admiraba.Y en Madrid sigo, 22 años después.

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El autor del artículo en un momento de su actividad profesional relacionada con la música. Aquí, con Caetano Veloso, asistiendo a un ensayo de Maria Bethania, hermana del cantante brasileño.

Vivo en la ciudad y en el país en que nací por casualidad. Podría, a estas alturas, ser otro brasileño. Aunque soy de Petrer. Mi tío Vicente Molla aún lo tenía más enrevesado: nació en Brasil, vivió en Petrer, su pueblo; en Marruecos y, finalmente, en Argentina, aunque también tenía pasaporte francés. El y mí familia materna emigraron por necesidad y yo lo hice por inquietud.

He querido antes contar algo de su historia y la de mi familia para dar un testimonio personal, antes de caer en los lugares comunes que todos sabemos, aunque parece que algunos olvidan, así que es necesario repetirlos una vez más.

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Y aquí, el mismo Rodolfo Poveda con Miguel Poveda, en los inicios de su carrera como cantaor.

En la posguerra muchos españoles emigraron; unos por persecución política, otros por hambre. En Alemania, Francia, Suiza, México o Argentina, entre otros sitios, encontraron acomodo. Hoy, en nuestro país las ideologías no están perseguidas y hay más prosperidad. Se ha convertido en una tierra de acogida a emigrantes. La mayoría no vienen por gusto, sino por necesidad, como se marcharon muchos de nuestros abuelos y otros parientes.

Remontándonos más en el tiempo, la Península Ibérica ha sido siempre tierra de paso de muchos pueblos: celtas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, godos, musulmanes de diversas procedencias, judíos…, eso por hablar sólo de la historia escrita. Los paleontólogos nos dicen que, desde la aparición de los humanos en algún lugar de África, éstos se extendieron por todos los rincones del planeta. En términos planetarios, no hace tanto tiempo de eso.

En fin, que creo que las fronteras no son sino convenciones, de las que el poder, que las crea y controla, abusa siempre. Que el libre tránsito de las personas debería ser un derecho, en todos los casos, tanto si uno se ve obligado a trasladarse como si sólo desea hacerlo.

NOTA: Artículo publicado originalmente en la revista Festa 2005.