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Los Del Val, una familia eldense a la sombra de Castelar

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Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Alborada nº 28 -1982

En la vida de los pueblos, o de los hombres, hay momentos estelares, instantes fugaces en los que por lo que sucede o por lo que deja de suceder, su influencia pesa decisivamente sobre el discurrir posterior de los acontecimientos, pudiendo llevarles al triunfo o a la catástrofe. La historia presenta muchos ejemplos de sucesos que pudieron ser y no fueron y que de haberse producido hubieran cambiado tal vez el curso de la Humanidad.

Igualmente sucede en los individuos y así ocurre en la familia eldense que es motivo de estas líneas, la familia Del Val a la que un día de un impreciso año de mil ochocientos treinta y tantos llegó una acongojada viuda con dos hijos -una moza de unos quince años y un niño de dos o tres- pidiendo amparo y cobijo, invocando los lazos fraternales que les unían. Si en aquel momento doña María Antonia Ripoll, madre de Castelar, no hubiera hallado el generoso corazón y los brazos abiertos de su hermano, hermana y cuñado, otra hubiera sido la trayectoria humana del que después fue eminente tribuno, orgullo de España y admiración de Europa, Emilio Castelar, y otra, indudablemente, la suerte de la familia Del Val, amparadora de Castelar y los suyos en momentos aciagos para estos. El devenir, siempre impredecible, de los acontecimientos, hizo que los acogidos de entonces fueran después los que amparasen y dieran protección a sus protectores de antaño.

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Don Emilio Castelar, por Suárez Llanos (Ateneo de Madrid)

Desconocemos por qué motivos, los hermanos Francisco y María Francisca Ripoll, originarios de Villafranqueza, partida de Alicante, llegaron a Elda, matrimoniando ella con Máximo del Val, figura destacada en la localidad aunque no era nacido en Elda, sino en Tortosa (Tarragona). Este Máximo del Val ostentaba entonces la categoría de Capitán de la Compañía de Granaderos de la Milicia Nacional de Elda, y según las noticias que nos han llegado dé él, era un seguidor de la política de Espartero «al que idolatraba» según J. Payá Pertusa. Del Val tenía ideas profundamente liberales, las que en aquellos tiempos eran consideradas como revolucionarias y peligrosas.

Los tres -Francisco, a quien llamaban «el Alicantino» , Francisca y Máximo- poseían en Elda, calle de San Roque, número 10, un floreciente comercio de «ultramarinos y coloniales», como se llamaban entonces, y que consistía, según Bernardo Herrero, en «un pequeño bazar con infinidad de artículos, donde podían proveerse los vecinos de cuantos géneros necesitaban, siendo el ramo de tejidos una de las principales bases de su comercio».

No debía ser muy pequeño el «bazar» de don Máximo, puesto que él figuraba entre los primeros contribuyentes del pueblo y por lo que continúa refiriendo Bernardo Herrero -y nos basamos en su testimonio por haber vivido el ambiente en que se desarrollaban estos hechos al estudiar la infancia de Castelar con las personas que la vivieron- de que los miércoles, día en que Sax celebraba mercado, los dependientes de don Máximo ponían puesto de venta en aquella población como lo harían los restantes días en otras poblaciones de la comarca y cargaban un carro con las mercaderías, especialmente los tejidos. En este carro iba Castelar de niño a cursar sus estudios en la escuela primaria de Sax.

El matrimonio Del Val tuvo seis hijos, Rafaela, Rafael, Eleuteria, Virginia lsabel, Antonio y Virginia Adelina, esta última nacida en 1841, y todos vivían una existencia desahogada económicamente, compartida con doña Antonia Ripoll y sus hijos Concha y Emilio. Todo hubiera ido bien sin las dramáticas peripecias en que vivía la triste España de aquellos tiempos, ensangrentada por las pugnas feroces de carlistas, isabelinos, liberales, reaccionarios y demás facciones del conturbado mapa político de entonces. En Elda, como en todos los pueblos de España, se vivían hondamente las discordias políticas, hallándose la población dividida, especialmente en los sectores liberal y moderados (o realistas, isabelinos, conservadores o cualquier otro nombre). Castelar recuerda estas diferencias al hacer alusión a la madre de Juan Rico y Amat «alcaldesa de real orden, muy politicastra y muy reaccionaria, que se nos aparecíá como una especie de princesa de las Beira, amenazando en cuanto el papel moderado subía y bajaba el nuestro, con recluirnos a todos los liberales, grandes y chicos, mujeres y hombres, no en la cárcel del pueblo, sino en la gorrinera de su casa».

Lamberto Amat, muy conservador él como buen católico, terrateniente y perteneciente a las clases acomodadas de la villa, contemporáneo de Máximo del Val, hace alusión en forma críptica a un «personaje levantisco» que conturbaba la vida del pueblo y a quien en una especie de pronunciamiento a nivel de la villa, su padre, don José Amat y Amat, alcalde de Elda de 1837 a 1844 y Comandante del Batallón de la Milicia Nacional de la villa, consiguió hacer desaparecer, con sus seguidores, de la escena política eldense, haciéndole emigrar. La fecha en que sitúa Amat este oscuro hecho es probablemente en 1837, por lo que no puede identificarse a Máximo del Val con este «personaje levantisco», pues Bernardo Herrero apunta la fecha en que «…cuando perseguido por los reaccionarios de Elda por sus avanzadas ideas políticas liberales consumaron su ruina y le hicieron emigrar abandonando todos este pueblo…» cuando ya habían terminado los estudios de segunda enseñanza de Castelar. Si estos estudios de «segunda enseñanza» son los que Castelar cursó en el Instituto de Alicante, sería en 1849, más si se refiere a los dos primeros años, que parece le fueron convalidados por las enseñanzas recibidas del maestro Pedro Valera de Sax, sería en 1845.

Por la repetida presencia de Máximo del Val en los libros de elecciones municipales y de diputados provinciales o a las Cortes y senadores, como elector y elegible, así como en las relaciones de nombramientos de la Milicia Nacional y en las de Reparto de Contribuciones en cuyas listas figuraba en lugar destacado, podemos comprobar su constante permanencia en Elda hasta aproximadamente octubre de 1844, en cuya fecha desaparece su nombre para siempre de los legajos municipales.

Hemos de admitir como probable esta fecha para fijar la de la emigración de Elda de Máximo del Val y los suyos, que parece ser marcharon a Aliaga, en Teruel, donde la esposa de Máximo tenía familiares y donde se dice que los Guijarro consiguieron para Máximo la Administración de Rentas de esta población Posiblemente sean estos Guijarro los mismos parientes que no acogieron a la madre de Castelar cuando llegó de Cadiz buscando amparo para ella y para sus hijos y una de cuyas jóvenes componentes, prima de Castelar, parece que fue el único amor de éste, pues siendo camarista de la Reina tuvo relaciones con su prima, rotas por la enemistad de la madre con sus familiares de Aliaga, posiblemente por el rencor que quedó en ella por la negativa de aquellos a acogerla y por cuyo rechazo acudió a Elda. Doña Antonia Ripoll, en su lecho de muerte, hizo prometer a Emilio que no se casaría con ella, lo que cumplió, según Milego, permaneciendo soltero toda la vida.

Mientras Castelar, su hermana y su madre quedan en Elda, bajo la protección de otra familia eldense, los Del Val desaparecen por completo de la escena local, perdiéndose todo rastro de su posterior itinerario, con los únicos puntos conocidos de Madrid, donde estudió el hijo menor, Antonio; Manila, con la actuación de Rafael al frente de la Fábrica de Tabacos, y Zamora, donde vivió Virginia y a donde fue a morir Antonio en 1886, siempre, todos ellos, a la sombra de Castelar que en aquellos años, a fuerza de voluntad, de perseverancia, de inteligencia y honradez consigo mismo, habíase granjeado un puesto relevante en la escena política madrileña.

Es significativo el hecho de que cuando a continuación del memorable discurso del Teatro de Oriente en 1854, que le consagró como jefe indiscutible de la democracia española, recibió la oferta del ministerio de obtener una pensión de cincuenta mil reales para ir a estudiar a Alemania, el primer pensamiento de Castelar fue para sus familiares eldenses en desgracia… «En aquel momento» escribió a su madre, relatándole la oferta y su rechazo- mis tíos, mis primos, pasaron ante mis ojos, pero me acordé de que antes que todo es la virtud, antes que todo el buen nombre».

Probablemente entonces ya habían muerto don Máximo y su esposa, pues en la misma carta menciona solo «al tío Quico, expuesto a quedarse sin destino».

No es hasta doce años después, cuando Castelar regresa del exilio en septiembre de 1868, en que puede hacer realidad su aspiración de reunir consigo a sus familiares más queridos: su hermana Concha y su primo Antonio, ya que su idolatrada madre había fallecido en 1859. Así llevó a estos a vivir con él a su domicilio en la calle de Lope de Vega, de Madrid.

El otro primo, Rafael del Val, nacido en Elda el 6 de junio de 1832, por lo tanto tres meses mayor que Castelar, probablemente contaba con ingresos propios ya que ni Virginia ni él pasan a vivir con el tribuno. Pero la influencia de éste es grande y tal vez a ella se deba el puesto de director de la Real Fábrica de Tabacos de Manila (Filipinas) que ostentaba en un periodo cuyo inicio desconocemos, pero en el que se mantenía en los años 1880 a 1883, cuando su influyente primo ya era una personalidad respetada por todos, pero apartada de las luchas políticas y ya por encima de las pugnas partidistas.

Este Rafael del Val es protagonista de un episodio de hondo carácter eldense, durante su estancia en la capital de Filipinas en los años indicados, en uno de los cuales una epidemia de cólera causó gran mortandad en las islas. Rafael del Val, como buen eldense, era devoto de la Virgen de la Salud y ante aquella lastimosa situación reunió a sus trabajadores, sugiriéndoles se encomendaran a la celestial protección de la Virgen de Elda, de la cual la piadosa devoción contaba su milagrosa intervención en epidemias y contagios sufridos en la comarca eldense.

La epidemia, que había causado muchas muertes en las islas, pasó sin que ninguno de los obreros de la fábrica, ni sus familias, fueran víctimas de ella, por lo que en muestra de agradecimiento acordaron dedicar un día de su haber a obsequiarla con una ofrenda que fuera patente demostración de su gratitud.

La hermana de Castelar, doña Concha, había regalado a doña Justa Escobar, esposa de Rafael del Val, una hermosa pieza de tela azul que esta ofreció para el obsequio que iba a hacerse a la Virgen. Así, con el donativo realizado por todos los trabajadores, españoles y filipinos, y la cantidad que añadió Rafael del Val, fue bordado artísticamente y ornado de oro y pedrería, convirtiéndolo en un hermoso manto azul y resultando una preciosa joya de arte que causó la admiración del pueblo eldense, cuando en 1883 se recibió y fue expuesto primero en el púlpito de la iglesia de Santa Ana y después en la sacristía para que pudiera ser admirado más de cerca. Todo el pueblo, con Mayordomías, autoridades y Banda de Música subió a la Estación a recibirlo con el mayor entusiasmo.

Como agradecimiento a este gesto de amor a su celestial Patrona de Rafael del Val, éste y su esposa fueron nombrados respectivamente Mayordomo nato vitalicio y Camarera de la Virgen el 9 de septiembre de 1883.

El malogrado poeta eldense Francisco Laliga evocó este hecho, que podría parecer legendario si no hubieran testigos de ello, con unos inspirados versos de un poema incompleto dedicado a exaltar los hechos milagrosos de la Virgen de la Salud y que en la parte final del poema dedicado a este acontecimiento dice:

«¿Ois? ¿Ois? En la torre
dobla alegre la campana;
en los atrios de la iglesia
el pueblo se desparrama
el grato olor de las bóvedas
parece que al suelo baja
confundido con el órgano
y al corazón todo halaga.
Es que a los pies de la imagen
que allá tan lejos le salva
deposita como ofrenda
el hijo que tanto la ama
un manto cuajado de oro
que ricas piedras esmaltan,
con que dobla sus encantos
la virginal desposada
en el día en que la fe
cultos de amor le consagra.

Después de este bello gesto, la figura de Rafael del Val se esfuma definitivamente; nada más volvemos a saber de él. Sí, en cambio, de otro Rafael del Val cuya devoción y asiduidad en el servicio a Castelar se menciona repetidamente por los cronistas de la vida de éste. Tenemos motivos muy fundados para pensar que éste, que Herrero llama «sobrino predilecto de Castelar», será hijo de Rafael del Val y de su esposa doña Justa Escobar, siendo nuestros motivos los de que de los hijos de don Máximo del Val, las mujeres no podían transmitir su apellido paterno más que en segundo lugar, y el menor de los dos hijos varones, Antonio, falleció soltero y sin hijos, por lo que evidentemente no queda más que Rafael, que nos consta era casado y podía haber tenido algún hijo. De tenerlo, sería sobrino, aunque en segundo grado, de Castelar.

Como la familia Del Val únicamente estaba emparentada con Castelar por la rama materna, cualquier otro vástago de un Del Val, que no fuera descendiente de Máximo, no hubiera tenido el más mínimo parentesco con el egregio tribuno.

Aunque probablemente no nacido en Elda, pues el destierro de la familia primero y el alejamiento de Elda después no permiten suponer otra cosa, Rafael del Val y Escobar sí puede ser considerado oriundo de Elda, y de cualquier modo, como perteneciente a la familia eldense que es motivo de estas líneas. Probablemente, cuando el familiar más querido de Castelar después de su madre y hermana, su primo Antonio del Val fallece en 1886, don Emilio quiso acoger junto a sí a su joven sobrino Rafael, para que hiciera las veces de secretario como las hacía aquel, aunque más bien eran las de personas de confianza, ya que secretarios siempre tuvo otros como Ginés Alberola en un tiempo y Ferrer en otro, ya en sus últimos años.

Rafael del Val y Escobar acompañó fielmente al tribuno en los últimos años de éste, yendo con él a la casa de los Senabre, en Sax, donde le sirvió de amanuense cuando Castelar ya no podía escribir personalmente sus clásicas cuartillas de grandes y desiguales líneas llenas de borrones y tachaduras. En San Pedro del Pinatar, última estancia de Castelar en su vida, fue su más íntimo compañero, no separándose de él un momento desde que se inició el ataque de disnea, complicado con unas dolencias crónicas de diabetes y cardiopatías, que acabó con la vida del gran demócrata. Su sobrino recogió las últimas palabras de Castelar: «Sueño; tengo mucho sueño».

Tras la muerte de Castelar, el 25 de mayo de 1899, y después de figurar como único representante de la familia en la cabecera del cortejo fúnebre del tribuno, Rafael del Val y Escobar desaparece de la escena como lo había hecho su padre tras el episodio de «El manto azul». Solamente en 1903 vuelve a figurar su nombre en «El Vinalopó» como firmante de un escrito a Miguel Tato y Amat, director de este semanario eldense, lamentándose de la poca presencia de Elda en la suscripción nacional para erigir un monumento a Castelar en la capital de España.

Es su tía Virginia del Val, nacida en Elda y residente en Zamora, pariente más cercana de Castelar quien respondió de forma serena y grave al presidente Silvela, rechazando los mezquinos auxilios del Gobierno, que regateaba honores a quien había muerto, como apuntaba el ofrecimiento, «en honrada pobreza».

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Y ahora vamos a ocuparnos del otro primo de Castelar, Antonio del Val y Ripoll, hermano de Rafael y Virginia, personaje más destacado de la familia, tanto por el brillo de sus méritos propios como por los servicios que prestó a la Patria siempre a la sombra de Castelar, como nota constante de la familia Del Val, cuando el insigne republicano fue encumbrado a la más alta jerarquía de la nación, como presidente de la primera República Española desde el 6 de septiembre de 1873 hasta el 3 de enero de 1874.

Si en Rafael del Val podemos hallar el rasgo del eldensismo que hemos relatado, reflejado en su ofrenda a la Virgen de la Salud, no encontraremos hecho alguno en la existencia de su hermano Antonio que le relacione afectivamente con Elda, a excepción de su nacimiento en la villa el 15 de enero de 1839 y su permanencia en ella hasta los cinco 0 seis años, en que la familia tuvo que huir de Elda, emigrando de ella para no volver más, como creemos ocurrió en el caso de Antonio.

Los casi cien años transcurridos, la residencia de Antonio del Val fuera de nuestra ciudad y la carencia de parientes cercanos o fuentes documentales donde se pueda hallar datos o referencias a su vida nos obligan a servirnos, para este apunte biográfico, del único acopio de datos que hemos podido conocer, como es la extensa nota necrológicobiográfica que publicó el periódico madrileño «El Globo» editado por el gran amigo de Castelar e ilustre alicantino don Eleuterio Maisonnave, insertada poco después de la muerte del primo del tribuno y reproducida íntegramente en el tomo I de la obra de Rico y Montero «Ensayo biobibliográfico de escritores de Alicante y su provincia» editado en 1888.

Al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento, el semanario eldense «El Bien General», publicó un artículo sobre Antonio del Val, escrito por Miguel Tato y Amat, cuyo texto recoge básicamente los mismos datos de «El Globo» y cuyo ejemplar se encuentra en la Biblioteca «Gabriel Miró» de Alicante.

Como hemos dejado escrito, Antonio del Val y Ripoll nació en Elda el 15 de enero de 1839, último hijo varón del matrimonio formado por Máximo del Val y María Francisca Ripoll. Su madrina de bautismo fue Concha Castelar, la hermana de Emilio, que en aquel tiempo vivían formando una sola familia.

La infancia de Antonio transcurrió plácida, posiblemente considerado por Castelar como un hermanito menor, dada la diferencia de siete años que les separaba, muy importante, pues cuando aquel contaba trece años de edad y comenzaba sus estudios de segunda enseñanza, Antonio apenas tenía seis años.

De Elda, o del lugar donde emigró su padre, sí le acompañaron inmediatamente sus familiares, Antonio pasó a Madrid, a cursar la segunda enseñanza en el Instituto de Noviciado del que pasó a la Universidad Central, donde obtuvo su licenciatura en Filosofía y Letras, culminando unos estudios que habían sido realizados con gran brillantez y facilidad. La extraordinaria altura alcanzada en éstos hizo que fuera nombrado catedrático auxiliar del Instituto de Noviciado, explicando la asignatura de Lógica de forma tan magistral y docta que se le llamó para ocupar la cátedra de Historia de España y Literatura General en la Universidad Central.

Como índice de la personalidad humana de Antonio del Val señalaremos la ascendencia que tenía sobre sus alumnos, tan alterados en aquellos tiempos de agitaciones políticas continuas, siendo apreciado de forma tal por ellos que su presencia era solicitada en los momentos de conflicto para que calmase los incidentes y lograra la paz y la concordia sobre los ánimos exaltados. A los 25 años, Antonio del Val inició su labor periodística en la que habría de realizar su más dilatada obra. Su primo, que en pocos años se había colocado en el pináculo de la fama como orador elocuentísimo y jefe indiscutible de todos los demócratas españoles, había fundado un periódico, llamado «La Democracia» precisamente, en el año 1864, solicitando la colaboración de Del Val, quien la prestó gustosamente pues ello iba de acuerdo con sus aficiones literarias, escribiendo numerosos artículos sobre temas diversos, los cuales se distinguían de las demás colaboraciones por la brillantez de su estilo y exquisita corrección de fondo y expresión.

Unidos por los entrañables lazos de la amistad, del parentesco y del cariño con la familia de Castelar -que había devuelto con creces a los Del Val su generosidad en aquellos tristes momentos de la llegada a Elda- Antonio del Val se convirtió en su persona de confianza, su secretario y su colaborador en las tareas literarias o políticas que Castelar desarrollaba e igualmente en los inevitables compromisos sociales que la destacada personalidad del tribuno le creaba. Como un eficiente «relaciones públicas», Del Val se encargaba de que estos compromisos no atosigaran al tribuno, atendiendo y despidiendo en muchas ocasiones a los visitantes que Castelar no podía recibir con tan cordiales palabras y amables atencidnes que los visitantes, a pesar de no haber conseguido su objeto, se marchaban complacidos. Cuando en 1866 el fracaso de la revolución obligó a Castelar a huir de España, lo mismo que le ocurrió a Isabel II dos años más tarde, del Val se quedó en Madrid acompañando a la hermana del tribuno, doña Concha y haciéndole más llevadera la separación con su solicitud y cariño.

La ascensión de Castelar al Gobierno al constituirse la Primera República Española, ocupando primero el ministerio de Estado (actual de Asuntos Exteriores) para llegar más tarde a la más alta magistratura de la nación, tuvo profundas repercusiones en la vida de Antonio del Val.

Nada hace pensar, en la trayectoria humana de Del Val, que alguna vez hubiera tenido ambiciones de poder o de figurar en cargos políticos. Creemos que si ocupó el cargo de Gobernador civil de Almería y de director general de Comunicaciones, ambos en el año 1873, fue por gratitud y respeto hacia su primo, por quien, según el anónimo biógrafo de «El Globo», sentía Antonio «además del cariño fraternal, el respeto de un hijo, el entusiasmo de un admirador y la veneración de un creyente».

Fue Diputado por Alicante en las Constituyentes de 1873 y nombrado gobernador civil de Almería por el primer gobierno republicano en el que, como hemos dicho, Castelar ostentaba la cartera de Estado. En septiembre fue nombrado director general de Comunicaciones y en ambos puestos dejó constancia de su desmedido celo en el cumplimiento de la misión que le había sido encomendada. Su permanencia en el gobierno civil de Almería dejó una huella tan profunda de su caballerosidad y rectitud que le ganó el aprecio de los almerienses, demostrado durante largo tiempo después por el hecho de ir a visitar a Del Val muchos de los que acudían a Madrid.

En septiembre de 1873 Del Val tomó parte intensa en la sesión del día 3 en la que se discutía el reglamento de disciplina y restablecimiento de una ordenanza rigurosa en el Ejército, socavado en su moral por doctrinas que relajaban la necesaria disciplina. La decidida defensa del orden en el Ejército que hizo Del Val junto a los otros diputados que consiguieron hacer aprobar esta ley, fue considerada por el brigadier Vallejo en sus «Conferencias militares» de la siguiente forma:

«Aquella strevida proposición de ley y los nombres de los 87 diputados heroicos que la hicieron triunfar por un arranque sublime de amor a España deben inscribirse con letras de oro y que pasen a la historia como grato recuerdo de tan nobles patricios».

Como director general de Comunicaciones, aprontó también su infatigable sentido del cumplimiento del deber en momentos difíciles por el desorden público en que estaba sumergida España, con las facciones carlistas merodeando por las provincias y destrozando las comunicaciones telegráficas para evitar que se les persiguiera en sus correrías. Esto hacía que por parte del Gobierno se tuviera que realizar una continua labor de vigilancia y restauración de las comunicaciones interrumpidas.

En esta labor agotadora, Del Val no tenía horas para su afán de cumplimiento de los deberes de su cargo y así estaba en su despacho a altas horas de la noche cuando el telégrafo llevó las trágicas noticias del apresamiento del barco norteamericano «Virginia» por la Armada española en Cuba y el fusilamiento de varios de sus tripulantes como filibusteros. La gravedad de aquella acción era tal que podía desencadenar súbitamente la guerra entre Estados Unidos y España, guerra que al final sería inevitable pues así lo querían Roosevelt y sus seguidores del «big stick». Consciente de la urgencia y la gravedad del momento, Antonio del Val acudió a Castelar, presidente del Poder Ejecutivo, que dormía, despertándole y dándole cuenta del hecho. Así, a las tres de la madrugada pudo dar Castelar las órdenes pertinentes a las autoridades de Cuba para que zanjaran el incidente, evitando de esta forma las trágicas consecuencias que de él hubieran podido derivarse. El prestigio que Castelar tenía en la nación norteamericana hizo que se calmasen los ánimos, pero fue la vigilancia y sentido del deber de su primo Antonio lo que contribuyó a conjurar el peligro antes que éste se convirtiese en un conflicto inevitable.

La modestia, uno de los rasgos más salientes de Del Val, hizo que este episodio quedara en la oscuridad, huyendo de elogios y desviando el mérito de la intervención hacia quien ostentaba la máxima jerarquía de la nación.

Una de sus acertadas decisiones como director general de Comunicaciones fue establecer en España el uso de la Tarjeta Postal, que aunque estaba aprobada en 1871, no se aplicó hasta el 1 de diciembre de 1873, merced a una disposición de Del Val, defensor de este cómodo y popular medio de comunicación.

Dada su modestia y desinterés por los cargos, suponemos que sería sin pesar alguno con que Del Val dimitiría de sus cargos en la madrugada del 3 de enero de 1874 en que el general Pavía entró con sus fuerzas en el Congreso, acabando con la República por la fuerza de las armas.

Alejado de los cargos y del poder, Del Val tornó donde solía, esto es, junto a Castelar, formando parte ahora de la redacción de «El Globo», prestigioso periódico que sustentaba las ideas demócratas de su primo. Como en «La Democracia», los trabajos de Antonio, que casi nunca firmaba con su nombre sino con sus iniciales o el anagrama «Davell», eran fácilmente reconocidos por la altura de sus temas y la elegancia de sus párrafos. Aunque escribía sobre cualquier asunto, dados sus profundos conocimientos de todas las materias, pero en especial las literarias e históricas, sus crónicas preferidas eran las musicales, comentando acertada y dignamente la actuación de las compañías líricas de zarzuela y ópera que se presentaban en los teatros de la Corte con una crítica ponderada y justa en la que no había sombra de adulación y sin admitir el más mínimo regaño ni obsequio. Esto llamaba la atención de los cantantes, poco acostumbrados a una crítica favorable no movida por el favor o la dádiva. Por ello se ganaba también el aprecio de los más eminentes artistas del género lírico de los cuales tenía numerosas fotografías cariñosamente dedicadas.

También era un apasionado admirador del arte pictórico y estimaba en mucho un retrato que le hizo el pintor madrileño Domingo Sánchez, autor de «La muerte de Séneca» (Museo de Arte Contemporáneo), el que admiraba, no por ser él el personaje del mismo sino por la calidad del trabajo. Ignoramos dónde se hallará este retrato de Del Val, pero suponemos iría finalmente a la casa de su hermana Virginia en Zamora, última superviviente de los Del Val y Ripoll y lugar donde murió Antonio.

Una afición suya destacada -y que en aquella época estaba muy arraigada- fue la de coleccionar autógrafos de personajes distinguidos, lo que le resultaba fácil por el número de personalidades eminentes de Europa y América con los que se relacionaba Castelar y por acompañar siempre Del Val a su primo en sus viajes a Europa. Esta colección, muy numerosa y de gran categoría por las figuras representadas por sus firmas, fue expuesta en un «Salón de pinturas y objetos artísticos» organizado por «El Globo» en Madrid.

Del aspecto físico de Del Val, el anónimo glosador de su vida nos ha dejado un retrato detallado que aunque no puede suplir el que contemplaríamos en el lienzo firmado por pomínguez, sí sirve para forjarnos una idea de cómo fue nuestro paisano físicamente.

«Su figura predisponía a ello. Tenía en la misma la mejor de sus cartas de recomendación. De elevada estatura y regulares proporciones, parecía menos alto porque rara vez se erguía. Sus ojos grandes y expresivos, sus facciones regulares, su barba fina y poco poblada cual la de un príncipe árabe, su color moreno, dábale una figura esencialmente nacional…». Si a estos elogios unimos los que hace de «su agradable presencia, su fino trato y su delicada galantería», tendremos un retrato de Antonio del Val extraordinariamente apuesto y galán. En 1885 la fatalidad extendió su negro manto sobre Antonio del Val; igual que le ocurrió a Francisco Laliga, el malogrado poeta eldense un año después, un derrame cerebral sumió el cerebro de Del Val en la negrura. Los auxilios médicos que se le prodigaron evitaron su muerte física, pero no la mental, ya que quedó su inteligencia totalmente oscurecida, entre el dolor de sus primos y hermanos, permaneciendo en este estado de semiinconsciencia hasta el 7 de marzo de 1886 en que sufrió un nuevo ataque cerebral que le causó la muerte tres días más tarde en Zamora, donde se hallaba al lado de su hermana doña Virginia.

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La muerte de Del Val causó gran pesar, dedicándole cariñosos recuerdos toda la prensa madrileña, demostrativos de la pena sentida por la desaparición de quien no podía tener enemigos por su afabilidad, su caballerosidad y su gentileza.

La extensísima labor literaria de Del Val quedó toda en las páginas de «La Democracia», «El Globo» y alguna otra publicación, sin que dejara ninguna obra editada en forma de libro. Pero la cantidad y calidad de la mayoría de sus trabajos literarios, históricos, biográficos o musicales haría que si se recopilaran formasen varios volúmenes de valioso contenido que confirmarían la categoría de escritor de Antonio del Val.

La desaparición de Antonio del Val del lado de Castelar; la muerte de la hermana de éste, Concha en 1889, la vida propia e independiente de sus otros primos Virginia y Rafael, hicieron que Castelar, vinculado desde su infancia a los Del Val, llevara a su lado al representante de la tercera generación de esta familia eldense, Rafael del Val, que estuvo presente con asistencia permanente y cariñosa, hasta el último suspiro de Castelar, como un ejemplo más de la unión íntima, espiritual, entre la familia eldense Del Val y el gran hombre público Emilio Castelar, eldense de corazón.