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En busca del Vinalopó

El río Vinalopó en la década de los 40. [1]

Del río Vinalopó, de actualidad por las distintas iniciativas que asociaciones y ayuntamientos están realizando a favor de recuperarlo, se ha repetido en los últimos tiempos que es un río desconocido, que es necesario estudiar y acercar a sus habitantes.

Aportando nuestro granito de arena a la tarea de divulgación, publicamos ahora una historia novelada en la que su autor, Francisco Peiró Navarro, amante de la naturaleza, la historia e incansable andarín, decide hace varios lustros recorrer el Vinalopo desde su nacimiento hasta el mar siguiendo su cauce, y dejándonos esta agradable descripción de su andadura.

Os dejamos con el primer capítulo, que hemos ilustrado con fotografías antiguas del Vinalopó cedidas por Miguel Rico Payá. Y recuerden que si les resulta pesado leer el texto en la pantalla, pueden descargarse un pdf o directamente una versión para imprimir pinchando en los respectivos iconos justo debajo del título.

I

-¿Y qué tiene de particular ese río? – Preguntó el joven sentado en el asiento trasero

¿De particular? – Respondí. – Bueno de particular nada, no sé. La gente no acaba de ponerse de acuerdo sobre el lugar exacto de su nacimiento. A veces, carece completamente de caudal y otras incluso de cauce, y las cuatro gotas que arrastra ni siquiera llegan hasta el mar, mueren entre unos saladares y marismas a unos pocos kilómetros de la línea de playa.

– ¿Y a eso le llaman un río?

– Pues, ya ves.

El viejo y abollado 190E, manejado diestramente, zigzagueaba por las angostas curvas  de la estrecha carreterilla. Era una mediamañana limpia y soleada, en las suaves laderas se erguían pinos de pequeño tamaño, a ratos podían distinguirse las motas más oscuras de las encinas y las extensas manchas de carrascales. En los pequeños y, a veces empinados, valles crecían carnosos girasoles cuyas gualdas orlas, mecidas por el viento, ponía un aire festivo a la solemnidad del paisaje. Nos encontrábamos a unos ochocientos metros de altitud, a la altura del río Barchell a su paso por la carretera comarcal que une Bocairente con Callosa de Ensarría vía Banyeres y Alcoy.

– ¿Es ese el río? – Pregunto el mozo al pasar por el estrecho puente por debajo del cual podía distinguirse una profunda barranca rellena de matojos y espinos.

– No. No es ese. Ese va hacia Alcoy. En el próximo valle a unos diez kilómetros de aquí.

La tarde anterior, lluviosa y gris, había ido a recibir a mi hijo, procedente de Bruselas, al aeropuerto de Barajas. De allí nos habíamos dirigido a la zona de Serrano para recoger a uno de sus viejos camaradas de colegio. Un jovial, robusto y simpático muchacho nacido en algún lugar de la América austral y recriado en España, por cuñas venas corría, a partes iguales, sangre italiana y criolla. El chico que, al igual que mi hijo, había andado en otros tiempos entre las brumas de los paisajes ribereños del Mar del Norte, había llegado a la conclusión, quizá no tan errónea, de que era preferible una vida de cierta dependencia paterna en los madriles a otra donde, a cambio de la incierta dependencia que da el dinero, dependiera de las penurias y los sinsabores causados por la seriedad, la humedad, el aburrimiento y el método.

– ¿Y, por qué dice usted que la gente no se pone de acuerdo en cuanto al lugar de su nacimiento? Tan poca agua lleva que no logran localizarla.

– Bueno, digamos que es una cuestión política.

– ¿Política? Hombre ya sé que de cualquier cosa se hace una cuestión política, pero eso es llevar las cosas un poco lejos, no le parece. Un río nace donde nace, por mucha política que quiera ponérsele al asunto.

– En todo caso sería un asunto de geografía política, tercio mi hijo que, hasta entonces, había permanecido en silencio atento a las curvas del camino, con algo de sorna.

Por el oeste comenzaron a mostrarse algunos cúmulos algodonosos que rompieron la limpieza virginal del azulado techo. Mi hijo me miró de reojo y creí ver en sus labios, o quizá fuera en sus ojos, un esbozo de mueca sardónica.

– No te preocupes, no creo que llueva. – Dijo con un cierto aire paternalista.

“Debo de ser la imagen viva de la aprensión” me dije para mis adentros.

– No fastidies tío, ya llovió bastante anoche. – Surgió, desde el asiento trasero la voz quejosa del criollo.

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Aliviadero del Pantano. Años 40.

Efectivamente, la tarde anterior habíamos salido de Madrid en dirección hacia Valencia, donde yo debía arreglar algunos asuntos a la mañana siguiente. Durante la práctica totalidad del trayecto, habíamos sufrido un improcedente y pertinaz chirimiri, cosa del todo punto inusual para la estación y el lugar en que nos hallábamos. Sabido es que en los páramos castellano manchegos y en el desolado levante sudoriental, tan solo dos fenómenos atmosféricos son connaturales al verano tardío, la inundación – con pedrisco incluido –  y el estiaje. A la mañana siguiente, el tiempo atmosférico había vuelto a su seca normalidad, pero yo no acababa de tenerlas todas conmigo. Ya sé sabe como son estas cosas, nunca llueve a gusto de todos. Al salir del apartamento de Eixample valenciano mis fosas nasales se arrugaron de manera peculiar. Creí percibir, además de la humedad endémica del lugar, un cierto y peculiar frescor en el ambiente. Las discordes noticias de la radio, recibidas intermitentemente desde la barra de la cafetería, no hicieron más que confirmar mis peores temores. La discordante voz femenina nos amenazaba con lluviosas copiosas en las zonas pirenaicas orientales de Cataluña, y Mallorca estaba en alerta L.

– Bueno, Sr. Peiró, ¿nos va a explicar el misterio ese de las fuentes del Vinalopó?

– Lleva cuidado con mi padre y no le tires mucho de la lengua. Si se pone en vena nos cuenta la historia del río desde los tiempos de Adán y Eva.

– En realidad, tampoco hay mucho que contar, – interrumpí un tanto picado – el riachuelo nace en un vallecito al oeste de Banyeres denominado Hoya de Bobalar, pero esos terrenos han pertenecido históricamente a la villa de Bocairente, que se encuentra un poco más al norte, en la provincia de Valencia, mientras que Banyeres está en la de Alicante. De ahí que los de Bocairente reclamaran el derecho a usar sus aguas, mientras que los de Banyeres alegaban que nacía en terrenos de su jurisdicción.

– Bueno, pero, dónde  nace entonces.

– Se ha llegado a una solución transaccional. En los mapas modernos se hace constar que el Vinalopó nace en la confluencia de la Sequia Major, que es la que tiene su origen en la citada Foya de Bobalar, con el barranco de Pinarets, que es otro hilillo de agua que nace en la peña Blasca al sur de Banyeres y en su propio término municipal.

– ¿Te has enterado de algo tío? Porque yo me he quedado igual que estaba.

Apostilló mi hijo, mirando por el espejo retrovisor a nuestro huésped.

– Bueno, no sé. Supongo que quiere decir que corren un poco aguas abajo su nacimiento y todos contentos, no.

Detrás de las nubes algodonosas, venía otro frente algo más compacto y gris. Estaba escrito, iba a llover aquella tarde.

“Para qué me meteré yo en estos berenjenales”, me dije. “Ahora va a empezar a llover y no parará en una semana.”

No sabría decir a ciencia cierta lo que me había llevado a concebir aquel proyecto. Me gustaba pensar que, una tarde, conduciendo por la autovía que atraviesa el valle, había tenido una especie de visión. Vime, de pronto, con el zurrón al hombro, calzando pesadas botas de cuero y destilando sudor; la gorra campera calada hasta las cejas, saltando por piedras, riscos y matorrales, sin importarme la ferocidad del sol ni la fragosidad del camino. Me imaginaba, con un húmedo resplandor en mis ojos, las noches de infinitas estrellas, plenas del croar de las ranas y el runruneo de las cigarras, envuelto en una manta junto al trepidante fuego. Sentía en mis huesos el agradable frescor de la mañana mediterránea, el sol apareciendo entre las lomas pardas, y yo, junto al fuego, aderezando las chuletas de cordero y revolviendo la ensalada confeccionada a base de alficoces, y tomates afanados en la huerta más próxima, sabiendo que de postre me esperaban los frescos y dulces frutos de la higuera. Sin olvidar, claro está, la bota que llevaba en bandolera, llena del recio y áspero vino de la tierra.

– ¿Qué es aquel castillo? – Preguntó nuestro pasajero.

-Ah, ya estamos llegando, aquel es el famoso castillo de Banyeres.

-¿Famoso, por qué?

– Bueno, supongo que porque en una de nuestras numerosas guerras civiles, una que tuvo lugar hace como doscientos años, se zurraron a gusto ambos bandos luchando por su posesión. Al final, no quedó, prácticamente, piedra sobre piedra.

– Pues, desde aquí, parece estar en muy buen estado. – Comentó mi hijo,  en un descreído tono filial.

– Sí, ya sabes, últimamente se ha puesto de moda el reconstruirlos. El patrimonio cultural, el turismo y todo eso. Aquí no iban a ser menos.

– ¿Y qué guerra civil fue esa? – Insistieron desde atrás.

Puente de la estación, con pasarela de madera, tras la ríada de 1885. [3]
Puente de la estación, con pasarela de madera, tras la ríada de 1885.

– Hombre, si queréis que os suelte el rollo. -Dije en plan defensivo. Y al ver que nadie se oponía, proseguí: – Fue en la llamada guerra de Sucesión, allá por principios del siglo XVIII. Sorprendentemente, la mayoría de las gentes de los valles del Vinalopó y los de la Hoya de Castilla apoyaron la causa del pretendiente Borbón conocido como Felipe V y…

– Por qué sorprendentemente. – Interrumpió mi hijo en plan contestario.

– Bueno, en una guerra, y más en una civil, el que un in dividuo se encuentre en uno u otro bando tiene bastante de aleatorio. Supongo que me refería al hecho de que, generalmente, se piensa que los pueblos de habla valenciana se decantaron por el otro bando, por el del representante de la casa de Austria, el archiduque Carlos. En este caso no fue así porque tanto Banyeres como los de la Hoya de Castilla y los del medio y bajo Vinalopó hablan, por lo general, el valenciano.

– ¿Y quién ganó esa guerra? – Preguntó el criollo.

-La ganaron los del Borbón y, muy especialmente, los de Banyeres. Su archirival Bocairente se había alineado en el otro bando, el perdedor. Gracias a eso pudieron ajustar algunas cuentas pendientes como la de los derechos del agua del Vinalopó. De ahí que se “alterara” en los mapas el lugar de nacimiento del río.

Se produjo un silencio. Toda aquella intrahistoria, que diría Azorín, no podía interesar demasiado  a un par de jóvenes de apenas veinticinco años, nacido en Londres el uno y el otro en Asunción, para quienes el mundo, o al menos Europa, era poco más que un pañuelo.

El nubarrón, que venía del oeste, se desplazaba lentamente hacia el sur. Al bajar de nuevo hacia el valle, el castillo desapareció de nuestra vista, y el aire se llenó de penumbras y negruras.

“Apuesto a que se pone a llover antes de llegar a nuestro destino”. Volví a repetirme.

Todo aquello de la visión era un camelo. Algo que yo me había ido fabricando durante las últimas semanas para justificar un viaje que no tenía ni pies ni cabeza, y cuya única, y exclusiva, finalidad era probar que yo, aun, no era un viejo, que aun podía ir dando tumbos con la mochila al hombro, como la había hecho durante los últimos treinta y cinco años. Ahora, viendo esos nubarrones de mal agüero y, sobre todo, viendo acercarse la hora de descender del coche y ponerme a caminar, notaba que mis manos comenzaban a retorcerse y restregarse la una contra la otra. “Tengo cincuenta y dos años, – me decía – peso seis o siete kilos de más, la hernia inguinal de la que me operaron hace dos años me ha estado molestando últimamente, la rodilla derecha nunca se ha recuperado del todo de aquel accidente de esquí, y el gemelo izquierdo me molesta bastante a menudo desde aquella rotura de ligamentos mientras jugaba una partida de squash con mi hijo; desde entonces no he vuelto a coger una raqueta. De acuerdo, todavía eres capaz de caminar a buen paso, ida y vuelta, los seis o siete kilómetros de la playa de San Juan. Pero, esto no es lo mismo, aquí se trata de andar durante cinco días campo a través, a lo largo del cauce seco del Vinalopó, los ciento y muchos kilómetros que hay desde su nacimiento hasta su desembocadura. Si, encima, se pone a llover, esto va a ser un verdadero infierno”

– ¿Es ese el río ya? – Preguntó el conductor al ver que, al salir de una cerrada curva, descendíamos hasta un pequeño puente de piedra, debajo del cual se adivinaba el agua de un riachuelo que corría a lo largo de un lecho de escarpadas riberas flanqueadas por olmos y chopos.

– Efectivamente, – contesté – ahora vamos a pasar por el último tramo de la Sequia Major y, un poco más adelante, hacia nuestra izquierda, detrás d ese recodo, se le une el Barranc de Pinarets.

– Muy interesante. – Dijo mi hijo, con cara de no interesarle en lo más mínimo.

– ¿Usted cree que lloverá? – Dijo su amigo, con el tono del que sabe que formula una pregunta improcedente, pero no puede evitarlo. – Es que yo solo me puedo quedar hasta el lunes.

– No te preocupes, – respondí con el aplomo y seguridad de aquellos que tratan desesperadamente de convencerse a sí mismos – por estas tierras, y menos por la costa, es muy difícil que llueva. Esto es solo un amago, ya verás como dentro de nada escampa.

– ¿Y ahora por dónde tiro? – Preguntó mi hijo, con cara de no creerse ni una sola de mis aseveraciones, al constatar que, pocos metros más adelante, había una bifurcación que conducía al casco urbano.

– Sigue todo recto, no te metas en el pueblo. Como dos kilómetros más adelante llegarás a un cruce con la carretera que va de Villena a Onteniente.

– ¿Nos vamos a quedar a comer aquí? – Preguntó el del asiento trasero.

– Hombre, ya son la una y media, – respondí – no te preocupes, yo invito.

– No, no es por eso. Es que cuando lleguemos a la playa, ya no va a quedar nada de sol.

– Venga tío, no empieces a ponerte nervioso. – Terció mi hijo – Yo estoy de vacaciones, no soy tu chófer. De aquí no me muevo sin haber comido como Dios manda.

– Vale, vale. Yo únicamente lo decía porque no tengo mucho apetito. – Se defendió el otro.

– Claro, con la tragantona que te pegaste ayer por la noche. – Sentenció mi hijo.

Panóramica desde la paleta del Pantano (década de los 40). [4]
Panóramica desde la paleta del Pantano (década de los 40).

A todo esto habíamos llegado al cruce y, tras efectuar el stop correspondiente, el conductor, sin dirigirse a nadie en particular, preguntó en un tono entre cansado y ecuánime:

¿Y ahora qué hacemos?

– Mmm…, tuerce a la derecha y si no

– Y si no, qué.

– Pues, si no es a la derecha, – dije sin poder evitar un ligero tono de irritación en la voz – será a la izquierda. Qué quieres que te diga, ya no me acuerdo. Hace mucho tiempo que no paro por esa venta.

Vi en sus ojos la misma mueca sardónica que había exhibido al aparecer las primeras nubecillas, y casi pude escuchar las palabras que bullían en su cerebro: “Pues si todo el camino te lo sabes igual de bien, vas apañao.”

– Vale -, f ueron, sin embargo, las únicas palabras que salieron de su boca.

Doscientos metros más allá del cruce, vimos que la carretera estaba en obras. Avanzamos lentamente, kilómetro tras kilómetro, sin que yo abriera la boca, hasta que, al cabo de unos quince minutos, llegamos a las afueras de Bocairente.

– ¿Cómo dices que se llama ese sitio? – Preguntó mi hijo, intentando darle a su voz un tono sosegado

– La Venta del Burro, no del Borrego. Creo, vamos.

– ¿Desde cuando no para usted por ahí? A lo mejor ese sitio ya no existe. – Se aventuró a comentar el viajero de atrás, con la clara intención de contribuir, positivamente, a nuestro diálogo.

– Da la vuelta donde puedas, y vete hacia el otro lado. – Fue lo único que acerté a decir.

– ¿Hay algún otro sitio para pasar la noche?

Mi hijo proseguía en su intento de que la voz le sonara lo más ecuánime posible.

– No lo sé. Da la vuelta donde puedas, por favor.

Al fin, dimos la vuelta. Decir que, dentro del coche, el ambiente era de expectación no cuadraría con la realidad. Pero sí que había una cierta curiosidad morbosa por saber lo que le había ocurrido a aquella Venta del Burro. A la mirada sardónica de mi hijo, debía ahora añadir la sarcástica de su amigo, que sentía golpeándome el cogote. Mi hijo, como serio y responsable funcionario de la Unión Europea, cumplía a rajatabla las limitaciones de velocidad claramente señalizadas. Al cabo de otros quince minutos, pasamos nuevamente por el cruce.

“La maldita venta ha estado ahí desde mucho antes que yo naciera. No van a quitarla ahora, de la noche a la mañana, con el exclusivo propósito de dejarme a mí en ridículo.” Mascullaba para mis adentros.

A partir del cruce con la carretera por donde habíamos venido desde Alcoy, la vía recobraba su anchura natural, perdiéndose la larga recta en el horizonte.

– Ves despacio, tiene que estar por aquí. – Dije en voz casi inaudible y con una clara falta de convicción.

– Tranquilo, papá, que, si está, la encontraremos.

¿Se acuerda usted de si estaba a la derecha o a la izquierda? – Comentó la voz trasera con la obvia intención de ser de alguna ayuda.

– No, no me acuerdo.

A unos trescientos o cuatrocientos metros del cruce, a la derecha del camino, apareció un edificio de buenas proporciones, de dos plantas y con techumbre de tejas rojizas a cuatro vertientes. Una gran verja de hierro colado con pretensiones señalaba los límites del jardín.

¿Puede ser esa?  – Sonó  una voz, entre ecléctica y expectante, en la parte posterior del vehículo.

– No, no es esa, seguro. Esa, si no recuerdo mal, pertenece a un fabricante de paños que, ahora, vive en Alicante.

Por esta parte del mundo, en cuanto la gente hace cuatro perras se compran un terreno y lo acotan con una valla de hierro bien grande y vistosa. Luego, si queda dinero, van construyendo la casa poco a poco. Lo más importante parece ser el enrejado. El continente y no el contenido.

La fábrica de luz en las faldas del Monastil, junto al río. [5]
La fábrica de luz en las faldas del Monastil, junto al río.

– ¿Y esa? – Inquirió el conductor, sin alterársele un ápice el tono de voz, indicando una gran alquería blanca de dos plantas y tejas parduscas que se alzaba, en el mismo lado de la calzada que la casa enrejada, unos trescientos metros más adelante.

– No lo sé. No puedo verla bien desde aquí.

– Seguro que sí. Ya verá usted que sí.

Prorrumpió el otro joven en un tono jovial que yo estaba muy lejos de compartir.

– Puede. – Contesté, intentando ocultar mi desaliento.

El automóvil aminoró la marcha hasta convertirla en un gateo. De la pared, a la altura del primer piso, sobresalía un cartel cuyos signos no lograba descifrar.

– Seguro que es esa. Mire, enfrente hay un aparcamiento con tres camiones.

Allí estaba, la Venta del Borrego. La recordaba más chiquita, más recoleta. Cuánto tiempo hacia de aquello, ¿treinta, treinta y cinco años? Eran los tiempos que yo venía desde Valencia a visitar a mis parientes de Villena. Los tiempos en que los coches de línea subían penosamente, con trepidante y asmático traqueteo, el retorcido puerto de la Ollería.

– ¿Has reservado habitación, papá?

– Pues claro que no, que cosas se te ocurren.

– ¿Seguro que habrá habitación Sr. Peiró?

– Y yo que sé, supongo que sí.

Mi hijo, mientras aparcaba el coche, hizo una especie de mueca de resignación, acompañada de una suerte de discretísimo bufido. Paró el motor, abrió la portezuela y salió del coche. Su amigo y yo le seguimos.

Enfrente de la venta, al otro lado de la carretera, se alzaban unos frondosos olmos. Más allá verdeaba la huerta que se inclinaba suavemente hacia el fondo del valle, donde una línea de trémulos chopos señalaba el curso del río. Cerraba el horizonte la masa calcárea de la Peña de la Blasca, rellena de grandes ojos roqueros y enmarcada por pinares verdinegros. A la izquierda, se alzaba la gran chimenea medieval del reconstruido castillo, otrora terror de maulets (partidarios del pretendiente austriaco en la guerra de Sucesión) y bastión de boutiflers (seguidores del Borbón Felipe V). La villa de Banyeres, sólido ladrillo de espigados edificios modernos, se agolpaba en su entorno como queriendo exprimir sus esencias. Al otro lado, hacia el poniente, la interminable recta del camino apuntaba directamente al peñasco gris de las Peñetas, verdadero espolón de la Sierra de la Villa villenense. A nuestras espaldas, las lomas calcinadas del Alto de la Cruz exhibían sus vergüenzas a los despreocupados motoristas como si de una mortecina meretriz se tratase.

– Os quedáis a comer, no.

– Claro, dónde vamos a ir a estas horas.

– No fastidies tío, y desperdiciar las mejores horas del día cuando podíamos estar tumbados en la playa.

– Corta el rollo. A ti lo que te pasa es que te sentó mal el atracón de anoche, y ahora no quieres ver la comida ni en pintura. – Replicó mi hijo con un tono ligeramente acalorado, impropio de un funcionario plurinacional.

– Hombre es que el plato ese de cordero y cochinillo estaba de pm.  -Para añadir luego en un fútil intento de contraataque: – Pero, no es eso. Lo que pasa tío es que tú siempre tienes que comer a tus horas.

Efectivamente, la noche anterior nuestro huésped se había puesto morado. Abundante y suculenta sopa castellana de primero, seguido del plato especial del día y, para rematar la faena, un enorme tazón de arroz con leche. Eso, sin contar las nueve décimas partes de una abundante ración de jamón de Jabugo, la misma proporción de la de queso muy curado, y un tercio de la de pimientos de piquillo rellenos, todo ello servido como simple aperitivo. He de confesar, a fuer de ser exacto y ecuánime, que la culpa de la indigestión no fue suya, sino de mi hijo.

Serían las nueve y media o diez menos cuarto de la noche, cuando tuvo lugar el diálogo siguiente en la carretera Nacional III a la altura, poco más o menos, del pantano de Alarcón.

– Va siendo hora de cenar, ¿no tenéis hambre? Yo no voy a aguantar hasta Valencia con el estómago vacío. ¿No hay por aquí algún sitio dónde se pueda cenar decentemente, papa?

– Hombre, en Motilla del Palancar hay muchos.

– ¿No es ahí donde parábamos de pequeños cuan do íbamos a ver a los abuelos? No hay un sitio más…, en fin, menos…Ya sabes, donde se pueda comer decentemente sin aglomeraciones y con un poco de ambiente.

– Sí, supongo que sí. Ahí al lado está el Parador Nacional de Alarcón, pero cuesta una pasta y tu padre no está para muchas alegrías.

– Pues yo estoy peor que usted. – Surgió la voz del asiento posterior.

– Vale, vale, yo pago. Al fin y a cabo, comparado con los precios de Bélgica, no resultará tan caro. Pero, sin abusar, eh.

A ambos les encantó el tipismo de la sólida fortaleza, sus espaciosos salones de magnos ventanales ojivales y su sólido mobiliario castellano de cuento de hadas. A mí, la verdad, nunca han acabado de convencerme ese tipo de restauraciones a lo Hollywood. Uno como que espera que, en cualquier momento, salgan por la puerta que da a la cocina los Robert Taylor, Errol Flynn o Douglas Fairbanks junior, blandiendo sus enormes tizonas.

El Pantano en 1946. [6]
El Pantano en 1946.

Entramos en la venta. Yo recordaba/intuía un lugar apagado y lóbrego de sobadas sillas, con asientos y respaldos de esparto, que rodeaban férreas mesas cubiertas con losas de mármol blanquecino, amén de una pequeña barra revestida de desportillados y polvorientos azulejos y, en los pegajosos estantes de madera oscura, unas pocas y ennegrecidas botellas.

Ahora, la mesa en que apoyábamos nuestros codos era de sólida y reluciente madera de pino y de bajo de nuestras posaderas brillaba el tejido plástico con el que estaban forradas las sólidas sillas. La barra, cubierta asimismo de bruñido material conífero, era larga y lustrosa y su basamento estaba alicatado de azulejos blancos adornados con motivos florales a juego con los que adornaban las paredes de la estancia. Detrás de la barra, alrededor de una enorme y cromada cafetera, sobre límpidos estantes de cristal, se aposentaban multitud de relucientes botellas. Potentes luces de neón, empotradas en el techo y cubiertas por un cristal tornasolado, hacían refulgir las losas pardo rojizas que recubrían el suelo. Una televisión descomunal, colgada de un negro estante, nos miraba con tristeza, y en silencio, desde un rincón.

– A vore, ¿Qué voleu?

– A ver, qué queréis. – Dije, haciendo de improvisado traductor del joven y desenfadado camarero que se había acercado hasta nosotros. – ¿Qué teniu? – Inquirí.

– Tenemos de todo.

Respondió en perfecto castellano, sazonado con fuerte acento de la tierra.

– Cuál es el menú del día. – Volví a insistir.

– Paella de primero y embutido de segundo; de postre, flan o fruta, a elegir.

– Qué os parece. Eso y un poco de casera y tintorro.

– No sé, Sr. Peiró.

Respondió nuestro amigo, entonando un medio suspiro.

– Venga tío, no seas gili. A ti te encanta la paella. – Insistió mi hijo.

– ¿Y eso del embutido qué es?

– Una especie de salchichas de la tierra. Las de mi pueblo son muy buenas, las de aquí no sé.

– Bueno, bueno. Vale, vale. Tampoco les voy a dejar que coman solos.

– Vale, tres menús, una de casera y una de tinto.

Al poco nos sirvieron el condumio.

– Mira, el que no volía menjar.

– Qué ha dicho.

Iba a traducirlo al castellano, cuando el mancebo, que ya se alejaba, volvió sobre sus pasos y con picardía en los ojos y una entonación de afectada seriedad, añadió en la lengua cervantina:

– No, que para no tener ganas lo disimula usted muy bien.

Ni que decir tiene que nuestro huésped había engullido hasta la última migaja, y más que hubiera habido.

Me caen bien estos valencianos, no son como los catalanes.

Dijo, por todo comentario, nuestro amigo.

Yo, que soy un catalanófilo convicto y confeso, intuí enseguida por donde podían venir los tiros, pero, a pesar de todo, entré al trapo como un pardillo.

– Y eso por qué.

– Los de aquí no te obligan a entenderles. Se esfuerzan en hacerse comprender.

– ¿Los catalanes no? – Fue lo único que acerté a decir, sintiéndome totalmente acorralado.

– Que va. En mi último trabajo, cada vez que les llamaba me respondían en catalán, sobre todo los del la Consellería de Hacienda.

– Bueno, hasta cierto punto, es normal. Si tú llamas y…

– No, no. Cuando ellos llaman también. Y si no les entendías mala suerte.

– Bueno, no sé. Es que…

– ¿Quieren algún digestivo, coñac, anís, licor de manzana, de pera de melocotón, aguardiente de yerbas, absenta? – La voz de barítono del fámulo me había salvado. Qué puede decir uno en semejantes ocasiones, aparte del consabido nadie es perfecto.

– Yo tomaré un licor de manzana, que sea doble. – Me apresuré a responder.

– Molt be.

Al fin y al cabo, esta tarde voy a quemar calorías por un tubo. Así que mejor que llene el depósito.  Añadí, a modo de disculpa, sin dirigirme a nadie en particular.

– Vale, yo lo mismo que el señor.

– Yo nada. Tengo que conducir y parece que no pero el vino con casera pega.

– Jo tío, pues yo te he visto conducir con cada trompa. – Para añadir luego, mirándome con falsa compunción: – Bueno, Sr. Peiró, ya sabe lo que quiero decir.

– Ya, ya.

– Eran otros tiempos. Además, ya sabes que tengo indicios de úlcera y el coche es de mi padre.

– Un momento, un momento, si quieres hacerte el abstemio, por mí, vale. Pero a mí no me eches la culpa. Al fin y al cabo, de algo hay que morir.

– Vale papá, vale, ya estamos con tus boutades

Nos sirvieron las copas.

Mujeres lavando en el río Vinalopó. [7]
Mujeres lavando en el río Vinalopó.

– ¿Me permite una pregunta Sr. Peiró? – Dijo con tono melifluo el presunto inapetente.

– Las preguntas siempre se permiten, las que, a veces, no se autorizan son las respuestas.

– Cómo es que se va por ahí de trekking solo, no lo encuentra un poco aburrido.

“Ni solo ni acompañado. – Pensé – Voy a tener que tomarme dos lingotazos para poder afrontar el salir ahí afuera y ponerme a dar zancadas por en medio del monte.”

Nadie sabía de mi extravagante y medio senil proyecto de marcharme por esos mundos de Dios en busca de un río inexistente. Oficialmente, yo iba a pasar una semana de vacaciones en mi apartamento de Campello en compañía de mi hijo y el amigo de éste, que se había apuntado en el último minuto. Esa coartada era casi perfecta, pero tenía un fallo, había que explicarle, de alguna manera, a mi primogénito porque deseaba aislarme totalmente del mundo durante cinco días y convertirme en un correcaminos cuando, la verdad, apenas tenía ya edad para ello. Así que, en vez de inventarme alguna razón poco plausible y coherente y, más bien, cogida por los pelos, opté por la compra y el soborno. Haciendo gala de mi mejor flema británica, le espeté al chico nada más saludarlo en la terminal del aeropuerto de Barajas, que él y su amigo podían disponer libremente de mi viejo automóvil para lo que gustasen durante toda la semana, porque yo, en vez de tumbarme en la playa, había decidido hacer trekking por los valles del Vinalopó. Poniendo como única condición para ese préstamo gratuito el que se me llevase al punto de partida y se me recogiese en el de arribo.

No era casual el que yo utilizase aquel vocablo de origen neerlandés para referirme a mi periplo. Trekking, viene de la raíz trek, que bien podría traducirse como viaje largo y difícil y, también, migración. Trekking, vocablo que los británicos incorporaron a su lengua, tomándolo prestado de los boers sudafricanos, significaba, originariamente, la distancia que era capaz de recorrer, en una jornada, una carreta tirada por bueyes. Pero, dado que dichos boers no cesaban de internarse en el continente africano para alejarse  de los británicos, quienes les habían arrebatado las tierras costeras del estratégico Cabo de Buena Esperanza, vino a denotar la búsqueda penosa de nuevos horizontes.

Me gusta pensar que mi hijo, mudo testigo en más de una ocasión de mis derrotas y fracasos, vio en mis ojos la angustiosa necesidad de solitud y la urgencia de fundirme con mis raíces en busca de mi perdida primavera. Por eso, me miró una vez y no volvió a preguntar más.

– No, en absoluto, – contesté después de una corta vacilación – me encanta estar solo, me fascina mi propia compañía.

– Ah ya, entonces, usted es un poco como su hijo, no.

– Supongo.

Salimos de la venta. Mi hijo abrió el maletero del coche. Levanté la minúscula mochila comprada expresamente para este viaje en una tienda de deportes del Rastro madrileño. Todas las que había en mi armario se me antojaban demasiado grandes y pesadas.

– Qué Sr. Peiró, preparado para la gran aventura.

– Sí, sí, por supuesto. Allá vamos.

Contesté, intentando poner un tic de jovialidad en mis ojos.

– Vaya mochila mas guay, parece de esas que llevan los niños al colegio. Y la cantimplora esa de tantos colorines también está muy bien, un poco pequeña, no.

– Bueno, tampoco hace falta más. Mi intención es parar cada noche en un hotel o una pensión. Tan solo llevo un poco de ropa, los objetos de tocador, unos cuantos mapas de la zona, un diario y algunos frutos secos para el camino. Suficiente.

– Bueno, bueno, pues que lo pase muy bien. Espero que no se aburra.

– Descuida, no me aburriré.

– Adiós papá, lleva cuidado.

– Adiós, hasta la vista. Ya os llamaré desde Elche para concretar el lugar y la hora de recogida.

– De acuerdo, que te diviertas.

El río Vinalopó en la década de los 40. [1]
El río Vinalopó en la década de los 40.

Entraron en el coche; arrancó el motor y se perdieron en la lejanía. Me vi. a mí mismo, la mochila colgándome del brazo izquierdo como una bolsa del supermercado, la cantimplora de un litro, a franjas azules, verdes y rojas, debajo del sobaco, haciendo frugales gestos de despedida. No sé porque, me acordé, en ese momento, de aquel niño asustadizo y rechoncho que hacía algo más de cuarenta y cinco primaveras, en una húmeda y desapacible mañana de Febrero, se encontraba en un rincón del inmenso patio del Colegio de los Jesuitas en Valencia, sin comprender que había sucedido para que, en mitad del curso, lo arrancarán del recoleto colegio de monjas al que asistía, en donde todos los niños eran, como mucho, de su edad, y lo lanzaran en medio de aquella jauría de grandullones vociferantes que salían de aquel inmenso edificio de muros como catedrales y puertas como mares.

Entré en la venta, pedí la llave de la habitación a uno de los camareros de la barra y subí al primer piso. El cuarto, ordenado e impoluto, con una cama de un solo cuerpo más silla, escritorio y televisión, daba a la carretera. Abrí la ventana y dejé correr el aire mientras sustituía mis zapatos de ciudad por unas viejas y desgastadas zapatillas de deporte.

Serían las tres y media de la tarde cuando partí de la venta camino de Banyeres. Mi intención era llegarme hasta el famoso cruce y luego, desandando lo caminado sobre ruedas, seguir por la carretera que conducía a Alcoy hasta la confluencia de la Sequia Major con el Barranc de Pinarets, donde, como dijimos, la versión oficial sitúa el nacimiento de nuestro río. A partir de ahí recorrería, aguas arriba y por su margen izquierda, la Sequia Major hasta su cota más alta, donde se cruzaba con la carretera local de Santa Bárbara a Santo Tomás. Regresando, a continuación, a Banyeres por el camino de la sierra de Mariola desde donde se domina toda la Hoya de Bobalar. En total, unos doce kilómetros de ida y otros tantos de vuelta que esperaba realizar en unas cinco horas.

– No, no tenemos zumo de naranja natural, disculpe.

– ¿Y nestea? Ya sabe ese que ha salido nuevo con sabor a té con limón. Nestí le llaman creo.

– Ah sí, creo que sí. Mi marido encargo un poco de ese el mes pasado. Tú Jordi, qué nos  queda un poco de la cosa esa de té.

Añadió con voz chillona, dirigiéndose a un mocetón sonrosado que se hurgaba placidamente la nariz, sentado en una silla frente a la vociferante televisión.

– No, crec que no – Luego, volviéndose perezosamente hacia mí, añadió: – Lo siento, se acabaron hace unos días, y como aquí casi nadie toma, sabe, pues me olvidé de decírselo al que viene a traer el género.

– ¿Y un bitter kas? Pero, que sea Kas, eh.

– Ah, eso sí, seguro.¿Lo quiere con hielo? Lo tengo muy fresquito, sabe.

– Es igual. Sí, póngale hielo, por favor.

Miré el reloj, las siete y quince. Tenía que beber algo, lo que fuera. Ya, ahora.

– Aquí tiene y bien fresquito.

Tomé el vaso entre mis manos, intentando disimular mi ansiedad. Apuré, de un solo trago, hasta la última gota y, a renglón seguido, introduje un cubito de hielo en la cavidad bucal.

Pensé en pedir una cerveza. Me moría de ganas por un trago frío de aquel líquido amargo y espumante, pero me aguante las ganas. Mejor no tomar alcohol hasta finalizar la jornada, me dije. La verdad es que no debería beber más, luego me pondría perdido de sudor.

– Déme otro bitter, por favor. – Acabé pidiendo con gesto derrotado.

“Lo estás haciendo muy bien”, no cesaba de repetirme en mi interior. “Tan solo es cuestión de aguantar un poco más. Se acabaron las cuestas, de aquí a la venta todo es descenso, como deslizarse por un tobogán. Y, los próximos días, será todo cuesta abajo. El cauce de un río, por muy seco que esté, no puede ir hacia arriba.”

A veces, sin embargo, no podía evitar el desmoronarme, pensando que si por aquella caminata, realizada sin mochila y cantimplora, ya tenía los pies destrozados y la garganta ardiendo, con el saco a las espaldas no iba a durar ni diez kilómetros. Solicité un tercer bitter y luego un cuarto.

Salí de aquel pequeño bar, situado a la entrada del pueblo, viniendo de la Sierra de Mariola, con el estómago sonando como una barrica medio llena metida en un barco que se encuentra en plena tormenta. Clog, clog, clog, pies y piernas se habían enfriado y cada paso era un verdadero martirio.

“Venga Paco, deja de quejarte tanto, no seas tan marica. Tampoco es para tanto.Vale, vale, pero ni una cuesta más.”

La calle se bifurcaba, el ramal de la izquierda se dirigía hacia el centro de la población, el de la derecha parecía perderse entre huertos y huertas.

“Por el de la izquierda iríamos mejor. Si te sales del pueblo y te metes por esos campos, Dios sabe donde iremos a parar” Me dije.

“Habíamos dicho que ni una cuesta más, y por la izquierda es cuesta arriba.” Fue la contestación.

“Es una cuesta muy suave, no seas bruto, serán tan solo cien o doscientos metros, seguro. Por esos huertos te vas a perder.”

“He dicho que no subo un milímetro más, y no subo.”

Puente provisional de madera hecho por el maestro Requinto (1910). [8]
Puente provisional de madera hecho por el maestro Requinto (1910).

Tiré a la derecha, hacia donde los huertos. El camino adquiría un pronunciado declive, mi cansino paso se convirtió casi en un trote, los músculos se fueron calentando de nuevo. Pequeñas y ordenadas plantaciones de manzanos, ciruelos y viñas cubrían la ladera; en los lugares más resguardados podía verse algún que otro naranjo y limonero. Una hierba luenga y aterciopelada crecía entre los frutales, y un suave rumor de agua y humedad se paseaba orgulloso por los campos. Al salir de una curva, el caminó tornó a bifurcarse, el de la derecha seguía el leve murmullo de un acequia adornada de juncos y cañaverales y se perdía entre arbustos y hortalizas; el de la derecha avanzaba unos centenares de metros para ir a morir frente a una enorme verja de lo que parecía ser  algún tipo de nave industrial o almacén. Detrás de la verja, a menos de un kilómetro distancia, podía verse claramente el cruce desde donde había partido. Me llegué hasta ella, una especie de senda la circunvalaba por su parte izquierda. Crucé dos bancales y me tope con un polígono industrial en ciernes con las calles a medio asfaltar. Aquí y allá, se levantaban almacenes, talleres y fábricas, principalmente de tejidos y maquinaria textil. Diez minutos más tarde me encontraba, por fin, en el tantas veces mencionado cruce, enfilando el último tramo de la etapa. En ese momento, el Alto de la Cruz, la calcinada montaña que se encontraba a espaldas de la venta, se tragó el sol y una enérgica brisa ocupó su lugar. El aire pareció darme nuevas fuerzas. Silbando con aire marcial, me llegué hasta la venta.

Llevaba más de veinte minutos sentado en la bañera, sosteniendo el teléfono de la ducha por encima de mi cabeza, y mis piernas seguían pesando como el plomo y mis pies ardiendo como un mar de lava. Jamás conseguiría llegar caminando hasta Villena al día siguiente. Cerré el grifo del agua caliente y aplique agua bien fría a las plantas de los pies.

“Qué vamos a hacer mañana cuando el dolor de las agujetas me perfore el cerebro. Qué carajo vamos a hacer. Acuérdate de Játiva”

“Joder si me acuerdo, eso es lo que me preocupa.”

Veinte años atrás, en un sublime alarde de estupidez y altanería. Decidido a averiguar cual era el límite de mis fuerzas, recorrí la distancia que separa la ciudad del Turia de la de San Felipe – que así se llamaba la citada ciudad en tiempos de la guerra de Sucesión, en que, por su tenaz resistencia a favor de la causa del archiduque austriaco, fue saqueada, demolida y sus cimientos cubiertos de sal; desde entonces, el retrato del Borbón cuelga boca abajo en el Consistorio municipal – algo más de sesenta kilómetros, en apenas siete horas, sin, prácticamente, tiempo para beber, comer u orinar. El redoble de las gruesas botas tirolesas sobre la calzada retumbaba en mi hueco cerebro cual aguerrida marcha marcial, impulsando mis manos y piernas como movidos por un mecanismo de relojería.  La mochila que llevaba sobre los hombros me parecía cargada de algodón. Cuando quise darme cuenta estaba en Silla, unos doce kilómetros distante de mi punto de partida. Almusafes y Algemesi pasaron ante mis ojos como plumas levantadas por un huracán. Carcagente ni la recuerdo. Tan solo al llegar a Alcira, distante unos treinta y ocho kilómetros del punto de partida, sentí necesidad de refrescar el gaznate, descargar la vejiga y llenar la tripa.  Al llegar a Manuel comencé a sentir un ligero cosquilleo en las piernas, pero, lejos de arredrarme, redoble mis esfuerzos y entré en la heroica, agermanada y austracista ciudad a un ritmo digno del mismísimo Miguelón de Villaba. Busqué alojamiento, me duché, acicale, vestí y me fui a dar un garbeo por la ciudad que estaba en fiestas. Cené y bebí opíparamente y me fui a dormir, muy pasadas las doce, más contento que unas Pascuas. Estaba seguro de que, al día siguiente, mi asalto sobre Alcoy, meta de mi segunda etapa en mi carrera hacia Alicante, podría hacerse a una velocidad aun mayor. A las seis y media de la mañana siguiente sonó la llamada de recepción. Torpemente, alargué el brazo para acallar aquel martilleo sobre mi cerebro y, al hacerlo, noté un dolor infernal sobre todos mis miembros. A duras penas conseguí arrastrarme hasta la ducha, donde la tibieza del agua me dio un pasajero alivio. Llegué como pude al bar del hotel, pero hasta el  mero acercarme la taza de café a los labios me producía dolor y molestia, tal era el nivel de mis agujetas y mi resaca. Era tal mi lamentable estado que, en lugar de tomar el camino de la ciudad del Serpis, tomé el camino de Canals, quizá porque mi subconsciente eligió el camino del valle en lugar del de la montaña. Cuando me di cuenta ya llevaba recorridos casi seis kilómetros que, naturalmente, tuve que volver a subir para llegar de nuevo a mi punto de partida. De mi marcha hacia Alcoy no recuerdo ningún detalle del paisaje o el tiempo, tan solo la oscura cinta de la carretera que se erguía delante de mí subiendo y subiendo, y el enloquecedor martilleo de las botas que, a cada paso, parecía que me clavaban clavos en el cerebro. Antes de llegar a Albaida, a menos de veinte kilómetros del punto de partida, me sabía derrotado. Mi herido orgullo, que no mis piernas, me empujó hasta Concentaina, a tan solo seis o siete kilómetros de la meta. Para entonces ya llevaba más de once horas en el camino y mis piernas, sin consultar para nada con mi hueco cerebro, se dirigieron por sí solas a la estación del ferrocarril  y obligaron a mis maltrechas posaderas a sentarse en un banco en espera del próximo tren hacia Alcoy.

“¿Aprendiste algo de aquella derrota?”

“Nada, absolutamente nada. Seguí viviendo en el límite, como si para disfrutar de la existencia hubiera que estar siempre con los pies en alto y la cabeza apoyada en la afiladísima hoja que separa el fracaso del éxito.”

“Así te va.”

“Así me va”

Serían alrededor de las diez de la noche, cuando algún oculto resorte interior hizo que saliera de la bañera y me obligo a secarme, vestirme y, con infinito cuidado y mimo, calzarme. Muy despacio, como si tuviera un súbito ataque de almorranas, salí del cuarto, baje las escaleras y me dirigí al bar de la venta.

¿Quant es?

– ¿Le pose tambe el preu de l´habitacio?

– Poselo.

– A vore, uit cervezas, tres cuantros, dos bocadillos de pernil i formatge, i una racio de ensaladilla.¿Es aixo,no?

– Aixo maitex.

– Lo del sopa son dos mil nou-centes, i l¨habitacio dos mil sis-centes.

– Molt be.

Le di un billete de cinco mil y otro de mil  y le dije que se quedara con la vuelta. Subí las escaleras de dos en dos. Mi estómago, un pequeño pantano de Tous antes de llevarse la presa por delante, navegaba aparte. Entré en la habitación, me dirigí al diminuto inodoro, la fuente brotó durante largo rato. Luego abrí la ventana y me apoyé en el alfeizar. De vez en cuando, se veían las luces de un coche brillando en la lejanía, un segundo después pasaban por delante de la venta con un silbido de rata asustada. Debajo de la sombra invisible del castillo, parpadeaban las colmenas humanas de Banyeres. Grillos, ranas y duendes festejaban la fiesta a las orillas del río. De pronto, sentí que había sido un día maravilloso, que no había nada comparable a un paseo por las estribaciones de la sierra de Mariola, en busca de las fuentes del Vinalopó, a lo largo de una tarde fresca y apacible del mes de septiembre.

Había llegado al punto de confluencia del Barranc de Pinarets y la Sequia Major a eso de las cuatro y media de la tarde. Una vez saciada mi sed de una fuente que brotaba al borde de la misma carretera y recuperadas mis fuerzas con algunos caramelos que llevaba a tal efecto, apoyé mi espalda contra una encina, aspiré hondo y contemplé el paisaje. A mi izquierda, en dirección a Alcoy, la carretera descendía abruptamente durante unos cientos de metros hasta cruzar la Sequia Major por medio de una exigua mas grácil pasarela de sillería. Praderas aterciopeladas ondulaban mecidas por un feble aliento vespertino. El dulce flujo cristalino ocultaba pudoroso su nimiedad escondido entre los gallardos álamos y la maraña de arbustos, escaramujos, zarzas y silvas. La floresta de coníferas montaba guardia de honor al paso de la acuática cabalgata, presentado en sus penachos los chirlos y escaras de las alcandoras engendradas por los pirómanos.

“Jo, macho, que cogorza, que tranca, que curda. O debería decir que embriaguez, que beodez, que vinolencia, que temulencia, que dipsomanía.”

“Dipsomanía no, eh, hasta ahí podíamos llegar. Dipsomanía viene a significar, si nuestra obnubilada mente no recuerda mal, tendencia compulsiva hacia el uso, o abuso, de la botella. Hombre, no digo que, en otros tiempos, no empinara el codo con más asiduidad de la estrictamente necesaria y en cantidades que iban un poco más allá de lo rigurosamente conveniente. Pero, de eso, hace siglos.”

Diálogos etílicos aparte, la verdad es que había merecido la pena el paseo. Para alguien acostumbrado al erial del Alicanti y los valles del Vinalopó Mitja, resultaba sorprendente encontrarse con un entorno tan próximo y, a la vez, tan diferente. El rumor del agua era una música de fondo apenas audible pero siempre presente. Por doquier se veía la mano atenta y cariñosa del labrador. Plantas y árboles tenía una especial lozanía y frescura. Aquellos campos eran como una enorme frutería al aire libre. Alargabas una mano y aparecía una manzana, extendías la otra y te venía una ciruela. Te agachabas y, en vez del pedregal a que estabas acostumbrado, hallabas bellotas, almendras y avellanas. Hasta la brisa tenía mágicos sones. Era como un encantamiento, como la senda multicolor del mago de Oz. Mas, como en todo cuento de hadas, en cualquier momento podía romperse el hechizo. No había más que levantar la vista y ver, en las laderas del valle, los cadáveres chamuscados de millares de pinos. Y donde la tala había comenzado, en lugar de leños ennegrecidos, se habían abierto grandes calvas en el monte recubiertas de pulidas rocas.

En medio de aquel vergel y aquel infierno, se alzaban, pegados al río, los paquidérmicos despojos de un ingenio textil. Junto a los restos de la gran nave, llena del recuerdo del chirriar de maquinas y el sudor de hombres, se levantaba una diminuta capilla todavía en buen estado. Lo de siempre, una vela a Dios y otra al diablo. Al poco de pasar aquellas ruinas industriales los huertos tocaron a su fin. Un poco más arriba un ramal del camino cruzaba el cauce en busca de otro brotonsaurio industrial. Allí el agua era tan cristalina que me atreví a introducir en ella el hueco de mis manos y llevármelo a la boca. Toda una vida recorriendo la cuenca del Vinalopó y esta era la primera vez, y seguramente la última, que bebía de sus aguas. A partir de ese punto el camino se escoraba hacia el este, alejándose del cauce. Dude entre seguir el río o el camino. El tiempo era escaso y la perspectiva de andar campo a través por territorio desconocido no acabó de agradarme, quizás por ello perdí la ocasión de contemplar el lugar del “verdadero” alumbramiento del Vinalopó. Al cabo de un kilómetro, llegué a una magnífica hacienda. Casa cuadrada de tres plantas, techumbre a cuatro vertientes y coqueta capilla adosada; una recia verja rodeaba el jardín. El paisaje, una altiplanicie rodeada de lejanas lomas se me antojó frío y hostil. En lugar de vides y frutales crecían girasoles y malas hierbas protegidas por altas alambradas de espino. A partir de aquel punto el camino, que hasta entonces había seguido una dirección este noreste, enfiló decididamente hacia el norte. Cerca podía verse una charca reseca que puede que, en un año de lluvias, hubiera contenido algunas de las primeras aguas del balbuciente Vinalopó, pero que ahora tan solo albergaba el vacío cascarón de un barril de petróleo. Poco después arribé a la carretera local que marcaba la cota más alta del viaje, desde aquel punto Bocairente distaba tan solo un par de kilómetros. Avancé  por la carretera unos cientos de metros y enseguida distinguí el amplio camino forestal, conocido como el de la Sierra de Mariola que, marchando en dirección sur sureste, llegaba directamente hasta Banyeres. Eran ya más de la seis y media y hacía más de una hora que no tomaba ni una sola gota de agua. Aunque las escasas nubes habían impedido que el sol pegara de lleno, el calor propio de la estación y la continua subida me habían dejado el gaznate cual papel de lija. Me aposenté sobre una piedra, degusté un par de caramelos y proseguí la marcha. El camino, después de sortear algunos chalets pequeño burgueses con piscinas tamaño bidet, se adentraba en un tupido bosque de árboles chamuscados. En aquel lugar endemoniado hasta la suave luz del atardecer supuraba ceniza y negrura. Cuando contemplé los troncos cortados a la vera del camino, con aquel interior sonrosado sobresaliendo sobre la negrura de la piel, no pude evitar pensar en un ejército de bebes tostándose en una inmensa parrilla. El camino cruzaba un buen número de hondonadas que obligaban a un continuo sube y baja. Sudaba como un puerco y la lengua ya la tenía pegada al cogote. El humo, invisible pero presente, inundaba mis pulmones, haciendo mi respiración cada vez más dificultosa.

“¿No sería que ya no podías más con tu alma?”

“Eso también.”

Cuando, al cabo de más de media hora de pasear por aquella desolación, me acerqué a las primeras casas del pueblo sentí que despertaba de una profunda pesadilla. La última cuesta, justo donde comienza el cementerio, fue demoledora. Ahí fue donde jure por todos mis descendientes y antepasados no volver a encarar otra en lo quedaba de jornada.

“Qué hora es”

“Las dos de la madrugada.”

“¿No crees que deberíamos dormir un poco?”

“Creo que este cuerpo serrano está demasiado exhausto para esos lujos. Pero, por intentarlo no se pierde nada.”

CONTINUARÁ…