En busca del Vinalopó

Tiré a la derecha, hacia donde los huertos. El camino adquiría un pronunciado declive, mi cansino paso se convirtió casi en un trote, los músculos se fueron calentando de nuevo. Pequeñas y ordenadas plantaciones de manzanos, ciruelos y viñas cubrían la ladera; en los lugares más resguardados podía verse algún que otro naranjo y limonero. Una hierba luenga y aterciopelada crecía entre los frutales, y un suave rumor de agua y humedad se paseaba orgulloso por los campos. Al salir de una curva, el caminó tornó a bifurcarse, el de la derecha seguía el leve murmullo de un acequia adornada de juncos y cañaverales y se perdía entre arbustos y hortalizas; el de la derecha avanzaba unos centenares de metros para ir a morir frente a una enorme verja de lo que parecía ser  algún tipo de nave industrial o almacén. Detrás de la verja, a menos de un kilómetro distancia, podía verse claramente el cruce desde donde había partido. Me llegué hasta ella, una especie de senda la circunvalaba por su parte izquierda. Crucé dos bancales y me tope con un polígono industrial en ciernes con las calles a medio asfaltar. Aquí y allá, se levantaban almacenes, talleres y fábricas, principalmente de tejidos y maquinaria textil. Diez minutos más tarde me encontraba, por fin, en el tantas veces mencionado cruce, enfilando el último tramo de la etapa. En ese momento, el Alto de la Cruz, la calcinada montaña que se encontraba a espaldas de la venta, se tragó el sol y una enérgica brisa ocupó su lugar. El aire pareció darme nuevas fuerzas. Silbando con aire marcial, me llegué hasta la venta.

Llevaba más de veinte minutos sentado en la bañera, sosteniendo el teléfono de la ducha por encima de mi cabeza, y mis piernas seguían pesando como el plomo y mis pies ardiendo como un mar de lava. Jamás conseguiría llegar caminando hasta Villena al día siguiente. Cerré el grifo del agua caliente y aplique agua bien fría a las plantas de los pies.

“Qué vamos a hacer mañana cuando el dolor de las agujetas me perfore el cerebro. Qué carajo vamos a hacer. Acuérdate de Játiva”

“Joder si me acuerdo, eso es lo que me preocupa.”

Veinte años atrás, en un sublime alarde de estupidez y altanería. Decidido a averiguar cual era el límite de mis fuerzas, recorrí la distancia que separa la ciudad del Turia de la de San Felipe – que así se llamaba la citada ciudad en tiempos de la guerra de Sucesión, en que, por su tenaz resistencia a favor de la causa del archiduque austriaco, fue saqueada, demolida y sus cimientos cubiertos de sal; desde entonces, el retrato del Borbón cuelga boca abajo en el Consistorio municipal – algo más de sesenta kilómetros, en apenas siete horas, sin, prácticamente, tiempo para beber, comer u orinar. El redoble de las gruesas botas tirolesas sobre la calzada retumbaba en mi hueco cerebro cual aguerrida marcha marcial, impulsando mis manos y piernas como movidos por un mecanismo de relojería.  La mochila que llevaba sobre los hombros me parecía cargada de algodón. Cuando quise darme cuenta estaba en Silla, unos doce kilómetros distante de mi punto de partida. Almusafes y Algemesi pasaron ante mis ojos como plumas levantadas por un huracán. Carcagente ni la recuerdo. Tan solo al llegar a Alcira, distante unos treinta y ocho kilómetros del punto de partida, sentí necesidad de refrescar el gaznate, descargar la vejiga y llenar la tripa.  Al llegar a Manuel comencé a sentir un ligero cosquilleo en las piernas, pero, lejos de arredrarme, redoble mis esfuerzos y entré en la heroica, agermanada y austracista ciudad a un ritmo digno del mismísimo Miguelón de Villaba. Busqué alojamiento, me duché, acicale, vestí y me fui a dar un garbeo por la ciudad que estaba en fiestas. Cené y bebí opíparamente y me fui a dormir, muy pasadas las doce, más contento que unas Pascuas. Estaba seguro de que, al día siguiente, mi asalto sobre Alcoy, meta de mi segunda etapa en mi carrera hacia Alicante, podría hacerse a una velocidad aun mayor. A las seis y media de la mañana siguiente sonó la llamada de recepción. Torpemente, alargué el brazo para acallar aquel martilleo sobre mi cerebro y, al hacerlo, noté un dolor infernal sobre todos mis miembros. A duras penas conseguí arrastrarme hasta la ducha, donde la tibieza del agua me dio un pasajero alivio. Llegué como pude al bar del hotel, pero hasta el  mero acercarme la taza de café a los labios me producía dolor y molestia, tal era el nivel de mis agujetas y mi resaca. Era tal mi lamentable estado que, en lugar de tomar el camino de la ciudad del Serpis, tomé el camino de Canals, quizá porque mi subconsciente eligió el camino del valle en lugar del de la montaña. Cuando me di cuenta ya llevaba recorridos casi seis kilómetros que, naturalmente, tuve que volver a subir para llegar de nuevo a mi punto de partida. De mi marcha hacia Alcoy no recuerdo ningún detalle del paisaje o el tiempo, tan solo la oscura cinta de la carretera que se erguía delante de mí subiendo y subiendo, y el enloquecedor martilleo de las botas que, a cada paso, parecía que me clavaban clavos en el cerebro. Antes de llegar a Albaida, a menos de veinte kilómetros del punto de partida, me sabía derrotado. Mi herido orgullo, que no mis piernas, me empujó hasta Concentaina, a tan solo seis o siete kilómetros de la meta. Para entonces ya llevaba más de once horas en el camino y mis piernas, sin consultar para nada con mi hueco cerebro, se dirigieron por sí solas a la estación del ferrocarril  y obligaron a mis maltrechas posaderas a sentarse en un banco en espera del próximo tren hacia Alcoy.

2 thoughts on “En busca del Vinalopó”

  1. Y ahora ¿ una novela por entregas?
    Desde luego que esta web, es un auténtico lujo cultural.Y además gratis.
    mis felicitaciones

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