En busca del Vinalopó

– ¿Me permite una pregunta Sr. Peiró? – Dijo con tono melifluo el presunto inapetente.

– Las preguntas siempre se permiten, las que, a veces, no se autorizan son las respuestas.

– Cómo es que se va por ahí de trekking solo, no lo encuentra un poco aburrido.

“Ni solo ni acompañado. – Pensé – Voy a tener que tomarme dos lingotazos para poder afrontar el salir ahí afuera y ponerme a dar zancadas por en medio del monte.”

Nadie sabía de mi extravagante y medio senil proyecto de marcharme por esos mundos de Dios en busca de un río inexistente. Oficialmente, yo iba a pasar una semana de vacaciones en mi apartamento de Campello en compañía de mi hijo y el amigo de éste, que se había apuntado en el último minuto. Esa coartada era casi perfecta, pero tenía un fallo, había que explicarle, de alguna manera, a mi primogénito porque deseaba aislarme totalmente del mundo durante cinco días y convertirme en un correcaminos cuando, la verdad, apenas tenía ya edad para ello. Así que, en vez de inventarme alguna razón poco plausible y coherente y, más bien, cogida por los pelos, opté por la compra y el soborno. Haciendo gala de mi mejor flema británica, le espeté al chico nada más saludarlo en la terminal del aeropuerto de Barajas, que él y su amigo podían disponer libremente de mi viejo automóvil para lo que gustasen durante toda la semana, porque yo, en vez de tumbarme en la playa, había decidido hacer trekking por los valles del Vinalopó. Poniendo como única condición para ese préstamo gratuito el que se me llevase al punto de partida y se me recogiese en el de arribo.

No era casual el que yo utilizase aquel vocablo de origen neerlandés para referirme a mi periplo. Trekking, viene de la raíz trek, que bien podría traducirse como viaje largo y difícil y, también, migración. Trekking, vocablo que los británicos incorporaron a su lengua, tomándolo prestado de los boers sudafricanos, significaba, originariamente, la distancia que era capaz de recorrer, en una jornada, una carreta tirada por bueyes. Pero, dado que dichos boers no cesaban de internarse en el continente africano para alejarse  de los británicos, quienes les habían arrebatado las tierras costeras del estratégico Cabo de Buena Esperanza, vino a denotar la búsqueda penosa de nuevos horizontes.

Me gusta pensar que mi hijo, mudo testigo en más de una ocasión de mis derrotas y fracasos, vio en mis ojos la angustiosa necesidad de solitud y la urgencia de fundirme con mis raíces en busca de mi perdida primavera. Por eso, me miró una vez y no volvió a preguntar más.

– No, en absoluto, – contesté después de una corta vacilación – me encanta estar solo, me fascina mi propia compañía.

– Ah ya, entonces, usted es un poco como su hijo, no.

– Supongo.

Salimos de la venta. Mi hijo abrió el maletero del coche. Levanté la minúscula mochila comprada expresamente para este viaje en una tienda de deportes del Rastro madrileño. Todas las que había en mi armario se me antojaban demasiado grandes y pesadas.

– Qué Sr. Peiró, preparado para la gran aventura.

– Sí, sí, por supuesto. Allá vamos.

Contesté, intentando poner un tic de jovialidad en mis ojos.

– Vaya mochila mas guay, parece de esas que llevan los niños al colegio. Y la cantimplora esa de tantos colorines también está muy bien, un poco pequeña, no.

– Bueno, tampoco hace falta más. Mi intención es parar cada noche en un hotel o una pensión. Tan solo llevo un poco de ropa, los objetos de tocador, unos cuantos mapas de la zona, un diario y algunos frutos secos para el camino. Suficiente.

– Bueno, bueno, pues que lo pase muy bien. Espero que no se aburra.

– Descuida, no me aburriré.

– Adiós papá, lleva cuidado.

– Adiós, hasta la vista. Ya os llamaré desde Elche para concretar el lugar y la hora de recogida.

– De acuerdo, que te diviertas.

El río Vinalopó en la década de los 40.
El río Vinalopó en la década de los 40.

Entraron en el coche; arrancó el motor y se perdieron en la lejanía. Me vi. a mí mismo, la mochila colgándome del brazo izquierdo como una bolsa del supermercado, la cantimplora de un litro, a franjas azules, verdes y rojas, debajo del sobaco, haciendo frugales gestos de despedida. No sé porque, me acordé, en ese momento, de aquel niño asustadizo y rechoncho que hacía algo más de cuarenta y cinco primaveras, en una húmeda y desapacible mañana de Febrero, se encontraba en un rincón del inmenso patio del Colegio de los Jesuitas en Valencia, sin comprender que había sucedido para que, en mitad del curso, lo arrancarán del recoleto colegio de monjas al que asistía, en donde todos los niños eran, como mucho, de su edad, y lo lanzaran en medio de aquella jauría de grandullones vociferantes que salían de aquel inmenso edificio de muros como catedrales y puertas como mares.

Entré en la venta, pedí la llave de la habitación a uno de los camareros de la barra y subí al primer piso. El cuarto, ordenado e impoluto, con una cama de un solo cuerpo más silla, escritorio y televisión, daba a la carretera. Abrí la ventana y dejé correr el aire mientras sustituía mis zapatos de ciudad por unas viejas y desgastadas zapatillas de deporte.

2 thoughts on “En busca del Vinalopó”

  1. Y ahora ¿ una novela por entregas?
    Desde luego que esta web, es un auténtico lujo cultural.Y además gratis.
    mis felicitaciones

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