En busca del Vinalopó

– ¿Y esa? – Inquirió el conductor, sin alterársele un ápice el tono de voz, indicando una gran alquería blanca de dos plantas y tejas parduscas que se alzaba, en el mismo lado de la calzada que la casa enrejada, unos trescientos metros más adelante.

– No lo sé. No puedo verla bien desde aquí.

– Seguro que sí. Ya verá usted que sí.

Prorrumpió el otro joven en un tono jovial que yo estaba muy lejos de compartir.

– Puede. – Contesté, intentando ocultar mi desaliento.

El automóvil aminoró la marcha hasta convertirla en un gateo. De la pared, a la altura del primer piso, sobresalía un cartel cuyos signos no lograba descifrar.

– Seguro que es esa. Mire, enfrente hay un aparcamiento con tres camiones.

Allí estaba, la Venta del Borrego. La recordaba más chiquita, más recoleta. Cuánto tiempo hacia de aquello, ¿treinta, treinta y cinco años? Eran los tiempos que yo venía desde Valencia a visitar a mis parientes de Villena. Los tiempos en que los coches de línea subían penosamente, con trepidante y asmático traqueteo, el retorcido puerto de la Ollería.

– ¿Has reservado habitación, papá?

– Pues claro que no, que cosas se te ocurren.

– ¿Seguro que habrá habitación Sr. Peiró?

– Y yo que sé, supongo que sí.

Mi hijo, mientras aparcaba el coche, hizo una especie de mueca de resignación, acompañada de una suerte de discretísimo bufido. Paró el motor, abrió la portezuela y salió del coche. Su amigo y yo le seguimos.

Enfrente de la venta, al otro lado de la carretera, se alzaban unos frondosos olmos. Más allá verdeaba la huerta que se inclinaba suavemente hacia el fondo del valle, donde una línea de trémulos chopos señalaba el curso del río. Cerraba el horizonte la masa calcárea de la Peña de la Blasca, rellena de grandes ojos roqueros y enmarcada por pinares verdinegros. A la izquierda, se alzaba la gran chimenea medieval del reconstruido castillo, otrora terror de maulets (partidarios del pretendiente austriaco en la guerra de Sucesión) y bastión de boutiflers (seguidores del Borbón Felipe V). La villa de Banyeres, sólido ladrillo de espigados edificios modernos, se agolpaba en su entorno como queriendo exprimir sus esencias. Al otro lado, hacia el poniente, la interminable recta del camino apuntaba directamente al peñasco gris de las Peñetas, verdadero espolón de la Sierra de la Villa villenense. A nuestras espaldas, las lomas calcinadas del Alto de la Cruz exhibían sus vergüenzas a los despreocupados motoristas como si de una mortecina meretriz se tratase.

– Os quedáis a comer, no.

– Claro, dónde vamos a ir a estas horas.

– No fastidies tío, y desperdiciar las mejores horas del día cuando podíamos estar tumbados en la playa.

– Corta el rollo. A ti lo que te pasa es que te sentó mal el atracón de anoche, y ahora no quieres ver la comida ni en pintura. – Replicó mi hijo con un tono ligeramente acalorado, impropio de un funcionario plurinacional.

– Hombre es que el plato ese de cordero y cochinillo estaba de pm.  -Para añadir luego en un fútil intento de contraataque: – Pero, no es eso. Lo que pasa tío es que tú siempre tienes que comer a tus horas.

Efectivamente, la noche anterior nuestro huésped se había puesto morado. Abundante y suculenta sopa castellana de primero, seguido del plato especial del día y, para rematar la faena, un enorme tazón de arroz con leche. Eso, sin contar las nueve décimas partes de una abundante ración de jamón de Jabugo, la misma proporción de la de queso muy curado, y un tercio de la de pimientos de piquillo rellenos, todo ello servido como simple aperitivo. He de confesar, a fuer de ser exacto y ecuánime, que la culpa de la indigestión no fue suya, sino de mi hijo.

Serían las nueve y media o diez menos cuarto de la noche, cuando tuvo lugar el diálogo siguiente en la carretera Nacional III a la altura, poco más o menos, del pantano de Alarcón.

– Va siendo hora de cenar, ¿no tenéis hambre? Yo no voy a aguantar hasta Valencia con el estómago vacío. ¿No hay por aquí algún sitio dónde se pueda cenar decentemente, papa?

– Hombre, en Motilla del Palancar hay muchos.

– ¿No es ahí donde parábamos de pequeños cuan do íbamos a ver a los abuelos? No hay un sitio más…, en fin, menos…Ya sabes, donde se pueda comer decentemente sin aglomeraciones y con un poco de ambiente.

– Sí, supongo que sí. Ahí al lado está el Parador Nacional de Alarcón, pero cuesta una pasta y tu padre no está para muchas alegrías.

– Pues yo estoy peor que usted. – Surgió la voz del asiento posterior.

– Vale, vale, yo pago. Al fin y a cabo, comparado con los precios de Bélgica, no resultará tan caro. Pero, sin abusar, eh.

A ambos les encantó el tipismo de la sólida fortaleza, sus espaciosos salones de magnos ventanales ojivales y su sólido mobiliario castellano de cuento de hadas. A mí, la verdad, nunca han acabado de convencerme ese tipo de restauraciones a lo Hollywood. Uno como que espera que, en cualquier momento, salgan por la puerta que da a la cocina los Robert Taylor, Errol Flynn o Douglas Fairbanks junior, blandiendo sus enormes tizonas.

El Pantano en 1946.
El Pantano en 1946.

2 thoughts on “En busca del Vinalopó”

  1. Y ahora ¿ una novela por entregas?
    Desde luego que esta web, es un auténtico lujo cultural.Y además gratis.
    mis felicitaciones

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