En busca del Vinalopó

A todo esto habíamos llegado al cruce y, tras efectuar el stop correspondiente, el conductor, sin dirigirse a nadie en particular, preguntó en un tono entre cansado y ecuánime:

¿Y ahora qué hacemos?

– Mmm…, tuerce a la derecha y si no

– Y si no, qué.

– Pues, si no es a la derecha, – dije sin poder evitar un ligero tono de irritación en la voz – será a la izquierda. Qué quieres que te diga, ya no me acuerdo. Hace mucho tiempo que no paro por esa venta.

Vi en sus ojos la misma mueca sardónica que había exhibido al aparecer las primeras nubecillas, y casi pude escuchar las palabras que bullían en su cerebro: “Pues si todo el camino te lo sabes igual de bien, vas apañao.”

– Vale -, f ueron, sin embargo, las únicas palabras que salieron de su boca.

Doscientos metros más allá del cruce, vimos que la carretera estaba en obras. Avanzamos lentamente, kilómetro tras kilómetro, sin que yo abriera la boca, hasta que, al cabo de unos quince minutos, llegamos a las afueras de Bocairente.

– ¿Cómo dices que se llama ese sitio? – Preguntó mi hijo, intentando darle a su voz un tono sosegado

– La Venta del Burro, no del Borrego. Creo, vamos.

– ¿Desde cuando no para usted por ahí? A lo mejor ese sitio ya no existe. – Se aventuró a comentar el viajero de atrás, con la clara intención de contribuir, positivamente, a nuestro diálogo.

– Da la vuelta donde puedas, y vete hacia el otro lado. – Fue lo único que acerté a decir.

– ¿Hay algún otro sitio para pasar la noche?

Mi hijo proseguía en su intento de que la voz le sonara lo más ecuánime posible.

– No lo sé. Da la vuelta donde puedas, por favor.

Al fin, dimos la vuelta. Decir que, dentro del coche, el ambiente era de expectación no cuadraría con la realidad. Pero sí que había una cierta curiosidad morbosa por saber lo que le había ocurrido a aquella Venta del Burro. A la mirada sardónica de mi hijo, debía ahora añadir la sarcástica de su amigo, que sentía golpeándome el cogote. Mi hijo, como serio y responsable funcionario de la Unión Europea, cumplía a rajatabla las limitaciones de velocidad claramente señalizadas. Al cabo de otros quince minutos, pasamos nuevamente por el cruce.

“La maldita venta ha estado ahí desde mucho antes que yo naciera. No van a quitarla ahora, de la noche a la mañana, con el exclusivo propósito de dejarme a mí en ridículo.” Mascullaba para mis adentros.

A partir del cruce con la carretera por donde habíamos venido desde Alcoy, la vía recobraba su anchura natural, perdiéndose la larga recta en el horizonte.

– Ves despacio, tiene que estar por aquí. – Dije en voz casi inaudible y con una clara falta de convicción.

– Tranquilo, papá, que, si está, la encontraremos.

¿Se acuerda usted de si estaba a la derecha o a la izquierda? – Comentó la voz trasera con la obvia intención de ser de alguna ayuda.

– No, no me acuerdo.

A unos trescientos o cuatrocientos metros del cruce, a la derecha del camino, apareció un edificio de buenas proporciones, de dos plantas y con techumbre de tejas rojizas a cuatro vertientes. Una gran verja de hierro colado con pretensiones señalaba los límites del jardín.

¿Puede ser esa?  – Sonó  una voz, entre ecléctica y expectante, en la parte posterior del vehículo.

– No, no es esa, seguro. Esa, si no recuerdo mal, pertenece a un fabricante de paños que, ahora, vive en Alicante.

Por esta parte del mundo, en cuanto la gente hace cuatro perras se compran un terreno y lo acotan con una valla de hierro bien grande y vistosa. Luego, si queda dinero, van construyendo la casa poco a poco. Lo más importante parece ser el enrejado. El continente y no el contenido.

La fábrica de luz en las faldas del Monastil, junto al río.
La fábrica de luz en las faldas del Monastil, junto al río.

2 thoughts on “En busca del Vinalopó”

  1. Y ahora ¿ una novela por entregas?
    Desde luego que esta web, es un auténtico lujo cultural.Y además gratis.
    mis felicitaciones

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