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En busca del Vinalopó (y V)

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Abro los ojos cuando el despertador apenas señala las siete y media. Un vago vaho a grasa recocida, embutidos fritos, orines y detritus se cuela por la ventana que da al patio interior. Los efluvios me trasladan a la Valencia de los años cincuenta. El cuarto de baño de nuestro piso, que daba a un solar atestado de chabolas gitanas, gozaba de un perfume semejante. Me acomodo en la taza del excusado que se bambolea bajo mi, seguramente excesivo, peso. Se agradece la tibieza del agua. Observo que la barra de acero de la mochila me ha llagado superficialmente ambos costados.

“Alegra esa cara hombre, hoy es el último día.”

“Lo iba a ser de todos modos, ya no puedo más.”

La mañana se presenta tibia con vislumbres de humedad en el ambiente. Con el bulto en la mano camino en busca de un bar donde degustar un desayuno decente. Tomo un café, un zumo de naranja y dos cruasanes. Leo el periódico, el mundo ha cambiado poco en cuatro días. Atravieso la plaza del mercado, luego la del Ayuntamiento con su elegante arco, y desciendo hasta las profundidades del cauce. Unos cientos de metros más abajo un puente con pretensiones futuristas se cruza por encima de mi cabeza. A partir de ahí, desaparece el corsé de cemento y el Vinalopó recobra su aspecto natural, un hilillo de agua de color incierto. Me adentro por un ancho camino de grava paralelo al cauce. A ambos lados se alzan grandes naves industriales de las que parten aguas de dudosa textura y composición. Circulo por debajo de un par de puentes sobre los que se adivina un nutrido tráfico. Poco a poco, ciudad, tráfico y fábricas van desapareciendo. A las diez de la mañana hago mi primer alto en el camino.

Me adentro por una estrecha senda que conduce a una blanca alquería mojonada de cimbreantes palmeras. El límpido cacareo de un gallo levanta una nubecilla de pájaros cuyos trinos revolotean entre granados, naranjos y almendros. El zumbido de abejas y moscas se pierde entre la calima, y esta entre el susurro de las palmas al acariciar la brisa y el arrullante borboteo de las parvas acequias. Me aposento sobre un rojizo ribazo y contemplo la escena. Son momentos que uno quisiera atrapar y mantenerlos para siempre dentro de su pecho. Desgrano una granada, remojo mi cara en una acequia, inhalo las esencias, los sonidos y los silencios del vergel. Abro el cuaderno e intento trasladar a un mísero papel las sensaciones del oasis.

Ayudado por los inciertos aportes de algunos canales y azarbes, el río parece revivir un tanto. Comienzan a levantarse cañizos y juncos. La inmensa explanada del Carrizal, donde el infortunado Vinalopó desaparece definitivamente, comienza a vislumbrarse. Aparecen en la lejanía dos magnas máquinas excavadoras, una en cada orilla, que, arrasando cañaverales y juncares cargan sobre sus metálicos pescuezos las entrañas del lecho, depositando los lodos sobre las espaldas de poderosos camiones. Alcanzo la carretera  local del Molino, más  allá comienza la zona pantanosa del Saladar. Intento penetrar por una senda en el marjal pero, poco a poco, la tierra va cediendo bajo mis pies. Me desvío hacia el este hasta encontrar un camino donde se asientan algunos chalets y me dirijo hacia el cerro de la Centenera que debe de estar a unos seis kilómetros de distancia del lugar donde me encuentro. Llego a una carretera comarcal  de cuyos costados van despareciendo los huertos y surgiendo los saladares. Bares, restaurantes, clubes de tenis y picaderos  se aposentan a ambos lados, amén de algunas villas de recreo, bastantes de las cuales quedaron a medio construir. Se lee en un cartel: “Excelentísimo Ayuntamiento de Elche. Obra paralizada por carecer de los permisos correspondientes.” Bien por la corporación ilicitana.

El sol del mediodía empuja mis espaldas durante la suave subida a la Centenera. Sudoroso y jadeante llego ala cota máxima de la carretera, unos sesenta metros sobre el nivel del mar. Entre las matas de esparto y los claros de pinos merodea una acequia de tierra con caudal abundante. Un labriego de unos setenta años que calza alpargatas y viste pantalones de pana, camisa de franela, faja negra y gorra campera, desbroza, azada en ristre, el canalillo. Me siento a su vera y contemplo el paisaje.

– Qué, echando un descansito.

– Ya ve, hace calor, no.

– Viene usted de muy lejos. Si no le importa que le pregunte.

– Hombre, como venir, vengo de Bocairente.

– Eso no para por Alcoy, más o menos.

– Más o menos.

– Pero, ¿no habrá venido usted de una tacada?

– No, no. Llevo cinco días caminando, lo hago por afición, sabe.

– Si le gusta. A cada cual lo suyo. Si no hace mal a los demás.

– Eso mismo digo yo.

– ¿Y va pa muy lejos?

– No sé, de momento pararé en la playa a darme un chapuzón.

– Uy, la playa no es lo mío, es muy traicionera. Y, por qué no se queda en pelotas y se mete en la acequia. Pruebe y verá, se lo digo yo. Viene de San Fulgencio, la mejor agüica del mundo, sí señor.

– Gracias, si no le importa aguardaré hasta llegar al mar.

El agricultor, azada al hombro, cruza la carretera y desaparece detrás de unos campos. Me despojo de mi camisa y pantalón y, con la ayuda de una botella de plástico que andaba por allí, me doy una ducha. Me vuelvo a vestir, apoyo mi espalda en un pino y contemplo la vista. A mi derecha, hacia el este, la cinta espumosa del mar y la arena, salpicada de matorrales, enmarcan el cristalino de salinas y saladares; al fondo, muy al fondo, se distinguen, negras cajas de cerillas, los primeros edificios de Santa Pola. Al norte, justo enfrente de mí, se alza la afilada mole gris del Puig Campana, debajo de la cual casi pueden adivinarse los rascacielos de Benidorm. A su izquierda, la parda majestad del Cabezo d´Or y, entre ambas, la larga cuerda del Aitana. Más hacia el poniente, la uña negruzca, afilada y retorcida el Maigmó y, a su vera, el Cid, de cuyas laderas partí hace dos días. Por último, seca y rocosa, la serranía de Crevillente, cuna y tronío de algunos de los más garbosos bandoleros de las Españas. A mis pies, detrás de las hirsutas copas de los palmerales, escondidos entre el hervor de los huertos, se destacan los blancos paredones de Elche, con Crevillente, apoyada suavemente en una colina, a su izquierda.

Una imagen del Puig Campana. [2]
Una imagen del Puig Campana.

Retomo el camino. Cuatro o cinco revueltas más abajo, aparece la carretera general de Alicante a Cartagena. Camiones, turismos, semáforos y demás. Me encuentro a la entrada de La marina, son la una de la tarde. La carretera que atraviesa la pedanía se encuentra plagada de oficinas inmobiliarias. Multilingües anuncios de dudoso gusto y textura ofrecen chalets y apartamentos. Encuentro un bar pueblerino de los de barra de estaño y mesas de mármol. Unos lugareños, colilla en boca y boina en testa, maldicen en el transcurso de una partida de dominó. Solicitó una caña más una de boquerones y otra de ensaladilla rusa. Unos minutos antes de las dos, abandono el local  y vuelvo sobre mis pasos en dirección a la entrada norte del lugar. Allí, junto al semáforo, hemos establecido nuestro punto de encuentro. Llegan sobre las dos y media de la tarde, más de veinte minutos sobre el horario acordado. Desciende el criollo.

– Hola Sr. Peiró, qué tal. Es usted todo un héroe.

– Qué hay, creía que os habíais perdido.

Me introduzco en el vehículo, saludo a mi hijo con un gruñido, me responde con otro.

El criollo insiste:

– Cuéntenos, ¿algún percance, algún problema?

– Tranquilo, mi padre ya está acostumbrado a estas caminatas. Además, él nunca cuenta nada.

– Hombre, algo sí que cuento. Antes quiero verme ante una jarra de sangría y una paella a la marinera.

– Hombre Sr. Peiró, eso es una magnífica idea.

– Da la vuelta en cuanto puedas y dirígete hacia Santa Pola. Unos quinientos o seiscientos metros más adelante veras una señal donde pone El Pinet. Ahí todavía hacen paellas de las de antes de la guerra.

El Vinalopó llega a su destino: el mar. [1]
El Vinalopó llega a su destino: el mar.

Enciendo un Montecristo del cinco algo caduco. La tarde declina sin prisa, de vez en cuando la terraza parece que tiembla ante los suaves embates del mar. La brisa se mece entre los arcos que enmarcan el horizonte. Sorbo un poco de Carlos III y entorno los ojos. Un crío mofletudo berrea en alemán en la mesa contigua.

– ¿Ha encontrado algo que valga la pena?

– No he ido a encontrar, sino a buscar.

– Y qué tal.

– Hay que seguir buscando.