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En busca del Vinalopó (IV)

IV

La gran casa solariega había consumado su inexorable proceso de deterioro. El techo había desaparecido por completo, así como los marcos y hojas de puertas y ventanas. El muro frontal, donde veintidós años antes nos habíamos hecho aquella fotografía, continuaba en pie. Corren rumores, sobre los que no he sido capaz de atestiguar su falsedad, que algunos próceres de la vecina Elda habían hecho construir aquel caserón para que el insigne D. Emilio Castelar – el mejor orador de la primera república, la de  1873, de la que luego fue presidente – que pasó en esta localidad su niñez y primera juventud, pudiera usarlo como lugar de descanso y esparcimiento. Que yo sepa, sin embargo, no hay noticia fidedigna que aquel gran republicano liberal pusiera jamás los pies por estos entornos.

Nosotros solíamos venir aquí el segundo día de Pascua a comernos la mona. Un enjambre de chiquillos calzados con alpargatas de suela de cáñamo, seguidos de cinco o seis matrimonios todavía jóvenes. Los caseros, humildes, enjutos y solícitos, salían a recibirnos. En el gran zaguán y en el comedor adjunto, húmedos y fríos por la larga ausencia de calor humano, y por las grandes losas de desnuda piedra que recubrían el suelo, se extendían las viandas propias de la ocasión: huevos duros, tortillas de espárragos, de habas y de patatas, filetes de magro empanado, conejo con tomate y empanadillas de atún. De postre, toñas, magdalenas y sequillos. Los niños engullíamos, los manjares con excitación y ansiedad, nuestra imaginación puesta en la cercana aventura, el paso del tren. Apenas trescientos  metros separaban el corral trasero, con su profundo olor a excremento de cordero y oveja, de la vía del ferrocarril. Tan solo había que trepar por unas rojizas lomas, chispeantes de yeso, y los relucientes raíles aparecerían ante nuestros asombrados ojos. Hasta podían tocarse con la mano, aunque eso estaba rigurosamente prohibido. Pocas cosas me han alterado tanto el pulso como aquella espera al atardecer. Dado que, a finales de los cuarenta, el tiempo era bastante más barato que hoy en día, los trenes acumulaban retrasos considerables, por lo que, a veces, teníamos que sentarnos junto a un pino y soportar largos minutos de callada y tensa espera. Cuando al atravesar el gran puente de hierro, desde donde, en aquellos famélicos tiempos, solían lanzarse al vacío una media de tres o cuatro padres de familia al año, el tren emitía su punzante silbido, todos nos poníamos de pie y respirábamos profundamente. Cinco minutos más tarde la tierra temblaba y, detrás de unas lomas, aparecía aquel monstruo con su cola de vagones de madera, de entre cuyas ventanas podían verse sus humanas víctimas. Esa noche siempre tenía el mismo sueño. En el momento que iba a tocar el frío raíl, aparecía aquel dragón de humeante chimenea, con sus calderas al rojo vivo y sus aterrorizados pasajeros, y, abriendo sus fauces, me engullía hacia sus vísceras incandescentes.

De adolescente y joven no paré en demasía por aquellos parajes. Sus dueños llegaron a tener aquella propiedad en medio del más absoluto abandono. Años después, a uno de mis hermanos se le ocurrió alquilarla. Durante ese periodo, a veces, nos reuníamos allí, en verano, la familia entera., padres, e hijos e hijas, junto a sus respectivos cónyuges y prole, si los hubiere. Fue en uno de aquellos estíos, poco antes de marcharme a vivir durante una larga temporada al lejano oriente, cuando nos hicimos aquella foto. El sol del mediodía se refleja oblicuamente contra el grueso y terroso muro, la lechosa grava que cubre el suelo se refleja en las morenas caras, iluminándolas con un aura peculiar.  Catorce personas están en ella, incluidos un niño de dos años, mi hijo, el que me trajo en coche hasta Banyeres, y dos bebes de pocos meses. El personal está dispuesto como en un racimo de uvas. La mayoría está sentada sobre un gran banco de piedra caliza, algunos otros, erectos, detrás de los asentados, y otros pocos descansando sobre los relucientes guijarros. Las caras serias, los vestidos livianos, las teces oscuras. Los catorce pares de ojos, vaya usted a saber por qué, incluido niño y bebes, irradian fe, certeza y confianza en el futuro, afirmación del presente y superación del pasado. Es un fulgor colectivo, una inspiración luminosa de una mañana de verano. Poco queda de aquel resplandor. Mas, siempre me gustó pensar que, mientras muro y banco permanezcan en pie, los tiempos de la foto no pasaran.

Las gentes no paran de saludarme, desde que hace diez o quince minutos me he sentado, a la sombra de un viejo pino a pocos metros del río, a la entrada de la antigua avenida de palmeras, de las que apenas quedan dos o tres pares, que conducía a la vieja mansión. Al borde de donde me hallo, siguiendo el curso del río, transcurre un ancho y bien conservado camino por donde, en esta mañana dominical, circulan, corriendo, andando, a caballo, paseando el perro, en moto o en bicicleta, gentes de toda edad clase y condición.

Imagen de Las Salinas de Santa Pola, cuyo principal aporte hídrico proviene de los ríos Vinalopó y Segura [1]
Imagen de Las Salinas de Santa Pola, cuyo principal aporte hídrico proviene de los ríos Vinalopó y Segura

La misma rutina de todos los días. Diana a las siete y media, ducha, aseo y desayuno. Como no ardía en deseos de ver al pobre Vinalopó enjaulado entre losas de cemento, en lugar de acercarme directamente a él por el camino más corto, he caminado oblicuamente al cauce, por las afueras de Elda,  a lo largo de dos o tres kilómetros. Humildes casas de campo, áridas huertas, bancales en barbecho y semiabandonados olivos es todo lo que da de sí este paraje. Al fin, voy a parar a la vasta rambla que, en este punto, no es más que un amplio estercolero. Un pequeño reguero de agua maloliente flanqueado por montículos de cascotes y otros materiales de derribo. Por una vieja senda, transitada por mí, prácticamente, desde que era un niño, me dirijo hacia los alrededores de la estación de Monóvar. Cuando recorría estros parajes en busca de ranas y sapos se me antojaba una vasta planicie donde uno podía perderse entre bosques de cañaverales, tamarindos, juncos y sargas. Ahora, antes de darme cuenta, ya estoy bajo el puente de hierro que, apoyado en dos grandes pilares de sillería, salva el cauce poco después de la estación y, como ocurre cada vez que paso por debajo de él, miro instintivamente hacia lo alto en espera de oír, en cualquier momento, el grito desesperado del bulto que se lanza al vacío. Poco después arribo al dilapidado caserón donde, hace veintidós años, nos hicimos aquella memorable fotografía.

Esta, hablando en términos ciclistas,  es la etapa reina. La media de veinticinco kilómetros de días anteriores se verá ampliamente superada por los casi cuarenta que separan, marchando a lo largo del Vinalopó, Elda de Elche. El agua es mi mayor preocupación y mi problema logístico más acuciante. Desde Novelda hasta Elche, unos veinticinco kilómetros, el río transcurre en la más completa soledad y mi pequeña cantimplora no va a ser suficiente para apagar la sed bajo el cada vez más ardiente sol.

Poco después de la diez y cuarto, reinició la marcha. Ciclistas y viandantes se siguen cruzando en mi camino. Dos kilómetros más abajo, las límpidas y salobres aguas del barranco de Salinetes, que en su día vio crecer en sus orillas un modesto balneario, se unen a la corriente principal, acelerando su purificación.

– Buenos días tenga vuestra merced.

– Lo mismo os deseo.

– Me temo que vuestros deseos no se verán cumplidos.

– A qué os referís.

– Si en Sax me vistieron de negro y en Elda de pardo, en Novelda lo harán de blanco.

– Os referís a la piedra y al mármol.

– Habéis dado en el blanco, caballero.

La amplia y bien cuidada pista que había acompañado al río a lo largo de su margen izquierda, cruzaba ahora por medio de un improvisado puente y enlazaba con el camino asfaltado que une el castillo de la  Mola y el Santuario de Santa María Magdalena con el centro de Novelda. El caminar a la vera de mi amigo desde ese punto se me antojaba en exceso dificultoso.  Las grandes serrerías de mármoles y piedras que se levantan a ambos lados del Vinalopó en ese punto lo llenaban todo de lodo y deshechos y lo hacían intransitable.

El camino entre el castillo de la Mola y Novelda se asienta a lo largo de una empinada ladera desde donde puede verse el lento caminar del Vinalopó. Feraces y bien cuidados huertos de vides y frutales, entre los que destacan algún limonero, jalonan la vía; a sus costados pueden verse mansiones de alguna extensión y algo de merito. Las aguas, procedentes de acequias y canales, borbotean por doquier. Hacia el oeste, siguiendo la autovía que va hacia Alicante, ciudad que dista de este punto tan solo un poco más de una veintena de kilómetros, el valle se extiende en infinitas hileras de parras inmóviles, gigantesco ejército vegetal abstraído en santa misa el día antes de la batalla.

Llego al extrarradio de Novelda y me acomodo en un banco metálico de un amarillo chillón que se alza junto a un macizo de rala hierba en el centro de una pequeña plaza. Abro mi mochila, consumo mis víveres, bebo de mi cantimplora y garabateo unas líneas. Todo ello bajo la hosca mirada de un par de podencos que mean junto a mi banco y de un anciano que me observa suspicazmente desde una prudente lejanía. Levanto el campo y me dirijo hacia la gasolinera que hay en la salida del pueblo a la autovía. Compro una botella de litro y medio de agua mineral y la echo al saco. Salgo del pueblo y antes de llegar al puente, tomo un camino lateral que conduce a algunas serrerías. La fiesta dominical propicia el silencio y la soledad, las gigantescas fichas de mármol reposan ordenadamente en los patios. Entre el camino y el río se levanta una zona pantanosa, formada por charcas sucesivas de un lodo albo y espeso. Al llegar a la última serrería, el camino da paso a una senda y las piedras y mármoles a interminables hileras de parras polvorientas. Trato de caminar lo más próximo al cauce, pero el lagrimado lodo me lo impide. Intento cruzar a la otra ribera, donde parece que un polvoriento camino sigue la corriente del río, mas no encuentro vado alguno. Torno a escalar el ribazo que separa los parrales del cauce. La senda ha desaparecido y la única forma de avanzar es bajo los alambres de los emparrados. Camino con la cerviz y el lomo encorvados, la mochila de joroba. Tan solo se escucha el chirriar de los grillos y el aullido de un perro.

El río a su paso por Novelda. [2]
El río a su paso por Novelda.

Hacia la una de la tarde, luego de más de media hora de marchar mirando al suelo, llego a la carretera vecinal que une a Aspe con la autovía, desde allí puedo trasladarme a la margen izquierda y volver a mi primitiva condición de homus erectus. Busco algún lugar conveniente para la acampada pero, en lo que abarca la vista, no se divisa ni un solo lugar con sombra. Al final tengo que agachar de nuevo la cerviz y refugiarme bajo otro emparrado. Engullo un pequeño refrigerio y sacio mi sed. Reemprendo la marcha, al cabo de diez minutos el camino desaparece tragado por los cañaverales que han vuelto a brotar de forma casi milagrosa. Por fortuna, un viejo pontón aparece bajo mis pies, atravieso el río y, campo a través, llego hasta una vieja caseta de una cantera abandonada que se levanta en medio de una loma. Allí encuentro una estrecha senda que se adentra en unas chatas colinas donde el Vinalopó se encajona. El sendero desciende hasta casi lamer el agua que, poco a poco, ha ido perdiendo su textura lechosa. El cañón se estrecha más y más y aumenta la pendiente, el río se vuelve retozón y cantarino; cuatro matas de esparto constituyen la única presencia del reino vegetal en este tramo. Pienso en el mar. “Pronto veré el mar”, me digo. Pero lo único que me rodea son las áridas colinas. A la vuelta de un recodo, el desfiladero se ensancha, levanto la vista con la vaga esperanza de ver la cinta azul sobre el horizonte, lo único que puede verse es una nueva línea de colinas desnudas pardas y rojizas. Entre ellas y el lugar que me encuentro se abre el vasto piélago ondulante y verde turquesa de inmensos cañaverales, en medio de los cuales, como surtidor gigantesco, se levanta una grácil y singular palmera. Me adentro en aquel océano de frágiles tallos, algunos de los cuales llegan hasta los cinco metros de altura. Un sendero de altas paredes verdes me acerca hasta el centro del cañaveral, donde se abre un claro salpicado de matorrales, sargas y juncos. La senda se dirige ahora hacia las pedregosas colinas, mas, poco después, muere en medio de la espesura. Observo que tan solo me faltan unos pocos metros para llegar al ribazo. Abriéndome  paso a empellones, llego a mi destino. Trepo por la áspera ladera  hasta encontrar un camino que serpentea por las bermellones colinas. Un poco más allá, algunos pinos enanos intentan dar sombra a los roquedales. Llego hasta ellos, me deshago de mi petate y apoyo mi espalda en uno de sus troncos canijos. Son más de las dos y media de la tarde y del mar no se tiene noticia. Bebo ávidamente del recalentado líquido de la botella, mastico sin ganas un polvoriento pan de higo. Camisa, pantalón y gorra están empapados, los cuelgo de un pino y espero a que se sequen. Veinte minutos más tarde reemprendo la marcha. Durante media hora me pego al camino, pero pronto me doy cuenta que  su trazado es circular y, por ende, no me llevara a parte alguna. No tengo más remedio que continuar campo a través, subiendo y bajando empinadas vaguadas. La sed comienza a demandar su óbolo pero me resisto a disponer del último litro de agua que queda en mi cantimplora. Sin previo aviso, en lo alto de una loma, se extiende ante mí una extensa altiplanicie sembrada de diminutos naranjos y espinosos granados, “Con qué agua se regará todo esto”, me pregunto. Y no por mor de una  morbosa curiosidad agrimensora, sino por ver la posibilidad de hundir mi cabeza en algún pozo o acequia. Cosas de la modernidad, descubrí muy pronto que aquello estaba provisto de un sistema de riego por aspersión y, obviamente, era imposible obtener una solo gota de los finos tubos de caucho que se extendían entre las plantas. Me acerqué a uno de los infantiles naranjos, le arranqué un pequeño fruto de un verde aterciopelado y oscuro y, desenfundado mi pequeño cuchillo, lo sajé por la mitad. Mis dientes se hincaron con fuerza en su pulposo interior y mis labios succionaron el  agrio jugo. Repetí la operación tres o cuatro veces hasta que la acidez de la fruta me atacó la garganta. Encaminé entonces mis pasos hacia el campo de granados, pero su fruto tampoco estaba en sazón, por lo que, después de haber experimentado el fuerte amargor de uno de ellos, proseguí, algo aliviado, el camino. La altiplanicie terminaba en una pequeña altura y desde ella  puede ver el mar. Dios sabe porque ridícula asociación de ideas, me acorde de la Anábasis del griego Jenofonte y la alegría de los mercenarios dóricos al divisar el Mediterráneo después de meses de deambular por la altiplanicie de Anatolia.

Desde aquel otero, descendía, con un desnivel de, al menos, el veinte por ciento, hasta lo más profundo de la barranca, un recto y ancho camino. Lo malo era que, al llegar al fondo, había que subir de nuevo. Bajé y subí, subí y bajé por aquel empinado tobogán durante más de un par de kilómetros, durante los cuales consumí la poca agua que me quedaba. Al fin, cuando ya estaba a punto de sentarme a la vera del camino a retomar un poco el resuello, se abrió ante mí, entre le calor y la calima, la tímida verdor de la campiña ilicitana. En primer término, junto a la presa del viejo pantano, podía verse una especie de terraza construida sobre una blancuzca y pedregosa colina. Allí crecían media docena de escuálidos arbustos a la sombra de los cuales se hallaban esparcidos, sin orden ni concierto aparente, algunos bancos y mesas fabricados de troncos de palmeras. Una multitud dominguera pululaba por aquel extraño merendero. Los ancianos descansaban sobre aquellos banco sin respaldo, los niños se distraían dando puntapiés a los guijarros, y madres y padres se afanaban con bultos, termos y paelleras. Pero, lo importante era que, en un rincón, había una fuente de agua alcalina, salobre y tibia que me supo a gloria.

Eran cerca de las cuatro, el centro de la ciudad no debía de distar de ese punto más de unos cinco o seis kilómetros. Las piernas me pedían descanso, pero la cabeza me decía que lo mejor era realizar un último esfuerzo en busca de una ducha y de una jarra de cerveza bien fría. Me eché la mochila a la espalda y enfilé camino abajo. Veinte minutos después decidí que no había prisa ninguna, que igual daba llegar a las cinco que a las seis, la cerveza y la ducha no se iban a mover doquiera que se hallasen. Junto a una curva de la carretera, en lo alto de un ribazo, se levantaba un viejo algarrobo. Me deshice de mi bártulos apoye la espalda contra el tronco y cerré los ojos. El runruneo de la autovía de Alicante a Murcia, unos cientos de metros a mi derecha, se mezclaba con los agudos chillidos  que emitían algunas gitanas desde las chabolas de mi izquierda y con los rebuznos de un invisible borrico. Saqué las pasas y la torta de higos y mastiqué con ira.

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Imagen de la célebre ríada de 1982 a su paso por Elche.

“Vale la pena todo esto. “ Me pregunté.

“Uno es como es, lo importante es saber aceptarse a sí mismo”. Fue la respuesta.

Cruzo la autovía por debajo de un oscuro y húmedo puente. Al otro lado se levantan huertos de limoneros moribundos. De sus tristes ramas de anciana cuelgan frutos sin jugo. Al borde del camino, los eucaliptos siguen chupando del polvoriento suelo. Al fondo, a la izquierda, se adivinan, calinosas, las naves industriales del polígono de Carrús. Poco antes de llegar al casco urbano, desaparecen los cementerios frutales que dan paso a los, hoy, pequeños páramos de cardos y esparto, mañana, futuros solares y, pasado mañana, colmenas de mohosas terrazas donde se acumula, eternamente, la colada. Unos muchachos aporran con desgana un balón en lo que ayer fuera parque y hoy ha vuelto a ser paramera. Algunas matronas, sentadas a la puerta de sus viviendas, me ven pasar con caras de conmiseración. Quince minutos después me uno de nuevo a un río, encorsetado, como de costumbre, entre grandes losas de cemento, que divide a dos ciudades. En la margen derecha, la ciudad inmigrante y anodina de calles largas y rectas; en la izquierda, el Hort de Baix, el Huerto del Cura, el Misterí, el palacio de Altamira y el Raval, con sus calles recoletas y sus palmeras de sabor fenicio. Cruzo la profunda rambla por el puente que lleva el mismo nombre del palacio y me planto en la plaza de la basílica. Pesadamente, dejo caer la mochila y me apoltrono en una de las sillas que los bares han colocado frente a la iglesia. Solicito, de un camarero joven y con aspecto somnoliento, un granizado de limón y café doble. Al cabo de diez minutos solicito un segundo y, poco después, un tercero. Le hago una seña al mozalbete para que se acerque de nuevo.

– ¿Otro de lo mismo caballero?

– No, no, muchas gracias. Bueno, sí, tráigame otro. – Dije con un hilillo de voz, pues a pesar del litro largo de hielo ingerido todavía notaba una cierta sequedad en la garganta. Para añadir luego: – ¿Sabe usted de un hotel por aquí que no sea muy caro?

– Cómo dice caballero.

– Perdón, es que estoy un poco afónico. Qué si sabe de algún hotel por aquí cerca.

El único que yo conocía, junto al parque del Huerto del Cura, era demasiado lujoso para presentarme en él en mi presente estado.

– Mire, es que no soy de aquí. Hace un mes que he llegado de Albacete. Voy a llamar al jefe.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes.

– Cristóbal me ha dicho que anda usted buscando hotel.

– Efectivamente, algo que no sea demasiado caro, sabe.

– Sí, sí. Es un sitio de confianza, limpio y arreglado. Nada más llegar al final de la plaza por aquel lado, tuerce usted a la derecha y, después, la segunda o tercera a la izquierda. No tiene pérdida, hay un gran cartel sobre la fachada. Lo verá usted enseguida.

– Muchas gracias, muy agradecido.

Fotografía tomada prácticamente desde la misma zona que la anterior, pero esta mucho más reciente, de hace tres años (y en un día soleado). [4]
Fotografía tomada prácticamente desde la misma zona que la anterior, pero esta mucho más reciente, de hace tres años (y en un día soleado).

Quédome allí, despanzurrado, las piernas estiradas, escuchando el gorgoteo de mis intestinos, sin ningunas ganas de moverme. Las campanas suenan plañideras, por la puerta de la plaza penetran en el sagrado recinto algunas faldas encorvadas con zapatos negros de medio tacón. Los ojos entornados y la mirada medio perdida, rememoro la última vez que presencié el Misteri. El calor de media tarde de agosto, la muchedumbre que ocupaba hasta el último rincón del recinto. Creo que se representaba la primera parte, lo que los ilicitanos llaman La Vespra. Desde mi lugar de observación – consciente de la temperatura ambiental habíame acodado bajo el arquitrabe de la puerta de Oriente, donde corría una sutilísima brisa – no podía ver la entrada de la Virgen y sus acólitos en el templo, lo que daba al angélico canto un aire más místico, más misterioso, más oriental, entre fenicio e ibérico. La Marededeu y los serafines se llegaron hasta el altar mayor. Al poco de abrirse la lona, color del cielo, que oculta la bóveda, apareció la mangrana, especie de gigantesca pelota, hoy diríamos cápsula espacial,  de un reluciente latón dorado rojizo semejante a un adorno de Navidad que, suspendida de un grueso cordón de oro, descendía suavemente hasta donde se encontraba la Madre del Señor. De improviso, todavía a más de quince metros del suelo, la irradiante esfera estalla y despliega sus alas en forma de áureas ramas de palma, bajo las cuales se cobija un niño/ángel cubierto de una túnica de pálido azul. A renglón seguido, sus labios entonan una dulcísima melodía.

Me cuesta horrores levantarme y el primer paso es un suplicio. Miro a mi alrededor totalmente desorientado. Preguntando a los transeúntes aquí y allá, llego al deseado albergue. Unas desgastadas y mugrientas escaleras suben desde la calle hasta una recepción diminuta y oscura. Detrás de un mostrador de mármol  negro, se parapetan una ajada mujer treintañera y una niña como de diez años. La madre intenta abrir a la hija a los secretos de la división, mientras no deja de hacer calceta.

– Buenas tardes, deseaba una habitación para esta noche.

– Muy bien señor.

En ese preciso momento se abrió la puerta metálica del vetusto ascensor y aparecieron un joven y una señorita, provistos de mochilas de considerable tamaño, de inconfundible aspecto anglosajón.

– Lo sentimos mucho, pero la habitación no nos gusta.

Dijeron con marcado acento británico, al tiempo que depositaban una gran llave de hierro colado sobre el mostrador.

La señora de matemática calceta me miró con ojos de desamparo. Le devolví tímidamente la mirada. La posibilidad de huir cruzó mi mente. Fue tan solo una tentación fugaz. El cansancio pudo más que el amor al confort y la molicie.

– Las habitaciones tienen ducha, verdad.

– Claro señor, todas tiene baño.

Penetré en el mohoso ascensor. Subí al segundo piso. Me encontré con un pasillo que había recibido su última mano de pintura allá por los años treinta o cuarenta. Originariamente la pintura debía de ser color hueso, ahora tenía un cierto aire cadavérico. Una luz mortecina, proveniente de dos desnudas bombillas, contribuía a alegrar el ambiente.  La gruesa llave no encajaba bien, por un momento pensé de nuevo en mudarme de lugar, al fin, se abrió la vetusta puerta. Una cama de latón yacía en un rincón de la estancia, en otro una silla oscura y una mesa metálica, en medio, un ventanuco se asomaba a un lóbrego patio de luces. Al fondo se abría una cuarteada puerta de cristal esmerilado, detrás de la cual se encontraba un retrete de los de cadena, un lavabo que había conocido mejores tiempos y una ducha que pendía, algo insegura, de una desconchada pared.

“Tiene el aire entre negro y nostálgico de las películas de Boghart”

“Difícilmente te vas a encontrar con una Lauren Bacall”

Las ropas estaban crujientes gracias a la mezcla de polvo y sudor. Me desvestí, abrí el desteñido grifo, me apoyé contra la sudada pared y dejé que el agua  hiciera su trabajo. Permanecí en esa postura hasta que me dolieron los codos, luego me senté en el suelo y me olvidé del mundo mientras el líquido corría a mi alrededor. Serían las siete y media cuando, limpio y perfumado, puse de nuevo los pies en la calle.

Las aceras comenzaban a animarse. Grupos de jóvenes descendían de frágiles motocicletas y se dirigían a bares, pizzerías y tiendas de hamburguesas. Me dirigí a la calle de los cines. La sesión no comenzaba hasta las ocho y media. Me di, despacio y sin prisa, un garbeo por el Raval – antiguo arrabal cristiano en oposición al mudéjar que se levantaba a la otra orilla del río. Hasta no hace mucho era un barrio obrero de casas bajas, y corrales y patios en la parte trasera. Los cuantiosos solares y las casas en ruinas indican que la piqueta urbanística del burgués renovador se acerca. Me apoltrono en la silla del cine, coca cola en una mano y un paquete de palomitas en la otra. La película trata sobre la locura de un rey ingles en los tiempos de expansión del imperio. Se me antoja que debería aprender algo de ella, pero no acierto a barruntar el qué.

Ha sido un día ajetreado y mañana todavía queda un trecho hasta llegar al mar. Debería meterme en la cama, pero la visión de aquel antro amarillento me ancla a la silla de una horchatería hasta pasadas las once. Desde un teléfono público, llamo a mi hijo para que mañana sobre las dos de la tarde esté en La Marina, pedanía de Elche  que se asienta a la orilla del mar a unos dieciséis kilómetros de donde me encuentro.

Me adormezco pensando en Lauren Bacall y sueño con el vuelo de un Halcón Maltés.

En el próximo capítulo, Peiró culminará el viaje que le ha llevado del nacimiento (en la imagen, la Font de la Coveta) a la desembocadura del río Vinalopó. No se pierdan las reflexiones finales. [5]
En el próximo capítulo, Peiró culminará el viaje que le ha llevado del nacimiento (en la imagen, la Font de la Coveta) a la desembocadura del río Vinalopó. No se pierdan las reflexiones finales.