El hombre que camina Petrer

dSirva este escrito, publicado originalmente en el libro «El tiempo de la rosa y otros cuentos y relatos, cuentamontes 2008», para presentar a Helios Villaplana Planelles, por lo menos en sus facetas montañera y pintora, porque va a tomar protagonismo durante este próximo mes en la publicación, con la presentación prácticamente íntegra de toda su obra artística. Disfruten ahora con la visión que de él tiene su nieto…

El hombre que camina Petrer

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Como ejemplo de constancia y longevidad, y de unos principios definidos y reconocibles, sé que está haciendo y pensando mi abuelo en el momento en que escribo esto. Está en su finca de L’Avaiol, con la chimenea encendida, mirando por la ventana cómo la lluvia va cayendo sobre el campo. Analiza en qué zona está descargando con más intensidad, hasta qué hora durará, lo practicable que va a dejar el terreno. Su vasta experiencia, con una mirada que ya se ha posado mil veces en pretéritos días similares, le servirá para decidir dónde y cuándo va a salir a coger caracoles. Llegado el momento, cogerá su chubasquero, de color verde, y su bastón, y con su ritmo de veterano se internará en sendas y laderas. Volverá dentro de dos o tres horas, con un par de docenas de caracoles, y una sonrisa cruzando su rostro. Llevará algo más, algo que ha captado su curiosidad y que no puede adivinar a ciencia cierta, pues quizá sea un fósil, una caña extraordinariamente alta o simplemente un trozo de madera que le ha sugerido una forma que en días siguientes pulirá. Ahí, en este aspecto, las variantes son infinitas, al menos para mí, pues Helios Villaplana Planelles siempre extrae ese algo más del entorno que éste sólo muestra a sus más dedicados conocedores.

He vivido la estampa en incontables ocasiones, ya fueran robellones, moras, poleo, pebrella, higos, espárragos, tomillo y romero o aliagas lo que trajera en bolsa. En mi infancia, yo siempre salía a recibirlo, porque sentía curiosidad por saber con qué nos sorprendería en esta ocasión, y también por su sonrisa, que emanaba una felicidad que también identificaba en compañeros de mi edad y que me llamaba mucho la atención en aquel rostro arrugado pero vivo y expresivo. En mi adolescencia, igualmente, salí a contemplar cómo el sol del atardecer perfilaba su figura en el paisaje. En esos años, de descubrimientos y sueños, sólo subía a la finca familiar a lamerme las heridas o a reposar las experiencias, y para ambos sentimientos, la naturalidad de su caminar, su perfecta integración en el paisaje, representaba para mí una verdad universal, como la que se experimenta al saludar a un amanecer o al escuchar un trueno que promete tormenta. Me gustaba aquella sensación de que algunas cosas, las mejores, las verdaderamente válidas, no iban a cambiar jamás. Me gustaba ver su esfuerzo y su recompensa –y con esto me refiero a su sonrisa, pues la material era en ocasiones poco más que simbólica-. Y sobre todo, me gustaba cómo se las arreglaba para, sin necesidad de cambiar el entorno que le rodeaba, extraerle todo su jugo, amarlo y ser feliz en él. Simplemente, sentía que aquella visión me instruía en lo cierto de la vida, y la trascendencia de mis problemas empequeñecía. Y salía a recibirle en los últimos metros, sintiendo el alma mucho más liviana. Y él sonreía.

Mi abuelo realmente ha hecho, y sigue haciendo, muchas cosas por mí. Tiempo tendré de homenajearle en este escrito, pero supongo que ustedes querrán conocerle en otras facetas. Yo también. Por eso me senté nuevamente con él para que me volviera a trazar su vida. Es siempre un momento emocionante, que dista mucho de la típica imagen que se tiene de las “batallitas del abuelo”, pues en tan largo peregrinaje, 92 años, unas veces se rescatan unos acontecimientos y en otras ocasiones se pone el acento en otros hechos. Es una historia viva y cambiante que no deja de escribirse. Aún hoy, en sus días buenos, como él los llama, le veo encaramado a los árboles o haciendo gimnasia sueca. Aún hoy, digo, para asombro de propios y extraños, se merienda un potente ajoaceite con cuchara y en plato hondo sin penalizaciones posteriores. “¿Pero quién es este hombre?”, me pregunto cuando pienso fríamente en las actividades que le veo emprender. ¿Nos revelará su pasado las bases de su consistente presente?

Helios venía al mundo un 15 de abril de 1917, en la calle Nueva de Petrer. Fue un niño más bien escuchimizado que, hasta los cinco años, en una expresión que le he oído a él mismo, no echó el purgón. No obstante, el campo y la montaña, que Helios conoció a partir de unos primeros contactos en su finca de L’Avaiol, comenzarían a obrar el milagro en su constitución y temperamento. A la edad de ocho años ya acompañaba a su padre a cazar, llevándole el morral, aunque solía venir de vacío, pues su padre no era un buen tirador al vuelo. Estuvo saliendo con él –y el perro, que nunca faltó- tres o cuatro años y sólo le vio acertar a una perdiz, si bien es cierto que tenía más éxito con los conejos. Un garbeo clásico de aquellas jornadas comprendía, partiendo de la finca (que debe considerarse como punto de partida –y a la vuelta de destino- de todos los recorridos de nuestro protagonista), subir por los llanos de Samuel y volver por las canteras de Cárdens, que entonces se encontraban con mucha menor densidad de pinar.

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3 thoughts on “El hombre que camina Petrer”

  1. Helios Villaplana es sin duda del tipo de personas ,escasas por desgracia, que trasmite una gran serenidad y plenitud.. La de una persona que vive por y

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