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El hombre que camina Petrer

dSirva este escrito, publicado originalmente en el libro «El tiempo de la rosa y otros cuentos y relatos, cuentamontes 2008», para presentar a Helios Villaplana Planelles, por lo menos en sus facetas montañera y pintora, porque va a tomar protagonismo durante este próximo mes en la publicación, con la presentación prácticamente íntegra de toda su obra artística. Disfruten ahora con la visión que de él tiene su nieto…

El hombre que camina Petrer

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Como ejemplo de constancia y longevidad, y de unos principios definidos y reconocibles, sé que está haciendo y pensando mi abuelo en el momento en que escribo esto. Está en su finca de L’Avaiol, con la chimenea encendida, mirando por la ventana cómo la lluvia va cayendo sobre el campo. Analiza en qué zona está descargando con más intensidad, hasta qué hora durará, lo practicable que va a dejar el terreno. Su vasta experiencia, con una mirada que ya se ha posado mil veces en pretéritos días similares, le servirá para decidir dónde y cuándo va a salir a coger caracoles. Llegado el momento, cogerá su chubasquero, de color verde, y su bastón, y con su ritmo de veterano se internará en sendas y laderas. Volverá dentro de dos o tres horas, con un par de docenas de caracoles, y una sonrisa cruzando su rostro. Llevará algo más, algo que ha captado su curiosidad y que no puede adivinar a ciencia cierta, pues quizá sea un fósil, una caña extraordinariamente alta o simplemente un trozo de madera que le ha sugerido una forma que en días siguientes pulirá. Ahí, en este aspecto, las variantes son infinitas, al menos para mí, pues Helios Villaplana Planelles siempre extrae ese algo más del entorno que éste sólo muestra a sus más dedicados conocedores.

He vivido la estampa en incontables ocasiones, ya fueran robellones, moras, poleo, pebrella, higos, espárragos, tomillo y romero o aliagas lo que trajera en bolsa. En mi infancia, yo siempre salía a recibirlo, porque sentía curiosidad por saber con qué nos sorprendería en esta ocasión, y también por su sonrisa, que emanaba una felicidad que también identificaba en compañeros de mi edad y que me llamaba mucho la atención en aquel rostro arrugado pero vivo y expresivo. En mi adolescencia, igualmente, salí a contemplar cómo el sol del atardecer perfilaba su figura en el paisaje. En esos años, de descubrimientos y sueños, sólo subía a la finca familiar a lamerme las heridas o a reposar las experiencias, y para ambos sentimientos, la naturalidad de su caminar, su perfecta integración en el paisaje, representaba para mí una verdad universal, como la que se experimenta al saludar a un amanecer o al escuchar un trueno que promete tormenta. Me gustaba aquella sensación de que algunas cosas, las mejores, las verdaderamente válidas, no iban a cambiar jamás. Me gustaba ver su esfuerzo y su recompensa –y con esto me refiero a su sonrisa, pues la material era en ocasiones poco más que simbólica-. Y sobre todo, me gustaba cómo se las arreglaba para, sin necesidad de cambiar el entorno que le rodeaba, extraerle todo su jugo, amarlo y ser feliz en él. Simplemente, sentía que aquella visión me instruía en lo cierto de la vida, y la trascendencia de mis problemas empequeñecía. Y salía a recibirle en los últimos metros, sintiendo el alma mucho más liviana. Y él sonreía.

Mi abuelo realmente ha hecho, y sigue haciendo, muchas cosas por mí. Tiempo tendré de homenajearle en este escrito, pero supongo que ustedes querrán conocerle en otras facetas. Yo también. Por eso me senté nuevamente con él para que me volviera a trazar su vida. Es siempre un momento emocionante, que dista mucho de la típica imagen que se tiene de las “batallitas del abuelo”, pues en tan largo peregrinaje, 92 años, unas veces se rescatan unos acontecimientos y en otras ocasiones se pone el acento en otros hechos. Es una historia viva y cambiante que no deja de escribirse. Aún hoy, en sus días buenos, como él los llama, le veo encaramado a los árboles o haciendo gimnasia sueca. Aún hoy, digo, para asombro de propios y extraños, se merienda un potente ajoaceite con cuchara y en plato hondo sin penalizaciones posteriores. “¿Pero quién es este hombre?”, me pregunto cuando pienso fríamente en las actividades que le veo emprender. ¿Nos revelará su pasado las bases de su consistente presente?

Helios venía al mundo un 15 de abril de 1917, en la calle Nueva de Petrer. Fue un niño más bien escuchimizado que, hasta los cinco años, en una expresión que le he oído a él mismo, no echó el purgón. No obstante, el campo y la montaña, que Helios conoció a partir de unos primeros contactos en su finca de L’Avaiol, comenzarían a obrar el milagro en su constitución y temperamento. A la edad de ocho años ya acompañaba a su padre a cazar, llevándole el morral, aunque solía venir de vacío, pues su padre no era un buen tirador al vuelo. Estuvo saliendo con él –y el perro, que nunca faltó- tres o cuatro años y sólo le vio acertar a una perdiz, si bien es cierto que tenía más éxito con los conejos. Un garbeo clásico de aquellas jornadas comprendía, partiendo de la finca (que debe considerarse como punto de partida –y a la vuelta de destino- de todos los recorridos de nuestro protagonista), subir por los llanos de Samuel y volver por las canteras de Cárdens, que entonces se encontraban con mucha menor densidad de pinar.

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Por esta edad se confirmó su afición por los paisajes naturales, con las salidas cada vez más numerosas que realizaba por los alrededores. Estaba explorando por vez primera los enclaves que serían el escenario de gran parte de su vida. Para mí es un ejercicio de extrañeza imaginar su reacción ante aquellos parajes nuevos para él, pues en los paseos que hemos compartido ya sabía de antemano todos los detalles de la vista que nos acontecería al reverso de la loma. Supongo que el suyo sería un rostro de prendida satisfacción. Debió verse allí y sentir el gozo de quien se encuentra con su inclinación natural. Ya entonces cimentaba hábitos que no le abandonarían, como el de la observación o el de la recolecta. Así sentía debilidad por enclaves como el Rincón del Casat, pues allí se erige un madroñero de sabrosos frutos que todavía sigue firme.

Mientras sus amigos del pueblo hacían más presente la tendencia gregaria que tan firmemente se manifiesta en la adolescencia, la lealtad del infante Helios era con la montaña. Subía a la finca los fines de semana y prácticamente en todas las festividades, incluso aunque no subieran sus padres. No le importaba, él se llevaba la comida de casa y se entregaba, relajado y silencioso, a sus maratonianos paseos por el término. De esta manera, se iba gestando por entonces la imagen clásica que la mayoría de vecinos del pueblo tienen de mi abuelo –como me han hecho notar toda la vida-, la del caminante incansable y solitario, acaso una figura más del colorido tapiz del campo de Petrer.

Helios corta la flor del cantueso, luciendo un bigote muy poco habitual en él. [3]
Helios corta la flor del cantueso, luciendo un bigote muy poco habitual en él.

No obstante, los horizontes de mi abuelo estaban a punto de ampliarse más allá de donde le llevaban sus botas. Tras el paso por la educación particular, con doña Lola, y la escuela pública, dirigida en aquellas años por el señor Caparrós, Helios fue mandado como interino al colegio San José de Alicante. Su padre, alcalde de Petrer y uno de los empresarios más destacados de la provincia, le exigía una educación esmerada y, en el susodicho centro, catedráticos como José Lafuente Vidal (geografía e historia), Daniel Cisneros (geología y biología) o el mismo director Celestino Chinchilla parecían asegurarla. Su estancia allí, de 1929 a 1935, reveló nuevas inclinaciones: por los números y el dibujo y por las bromas y las gamberradas. A expensas de su primera afición, se ganó la consideración del mismísimo director del centro, que le estimularía para que continuara sus estudios en alguna ingeniería (cosa que acabó ocurriendo). De su segunda dedicación no obtuvo tanto rédito, aunque la recuerda con incontenible simpatía. Me ha narrado (e incluso inspirado para las propias) algunas de sus fechorías, siempre acompañado, formando un auténtico triunvirato de la chanza, de sus compañeros Gonzalo Galipienso, hijo del notario de Aspe, y de Mariano Albert, hijo del médico de la Romana.

Recreemos una de las andanzas de esta época, una que lo tiene todo, pues necesitó tanto del espíritu burlón de Helios como de su capacidad de dibujo, y además no ha perdido frescura, pues a día de hoy tal ocurrencia todavía provocaría a más de uno. Una madrugada, entonces, Helios y sus compinches se descuelgan por el balcón del colegio. Su destino es la iglesia de San Nicolás, que amanece con unas láminas pegadas en la puerta que atraen la atención de los viandantes. En ellas, curas y monjas aparecen abandonados a la carnalidad, practicando una variedad de posturas eróticas digna del Kamasutra. Las imágenes son un éxito y, hasta que son retiradas, todo el mundo quiere conocer a su autor, unos para abofetearle y otros para felicitarle. El trío de imberbes ateos, agazapados como un peatón más de aquella mañana, disfrutan disimuladamente de las reacciones de la gente. Todavía pudieron sonreír ante aquellas manifestaciones espontáneas que revelaban dos concepciones de la existencia, cosa que, como sabemos todos, no habría de durar mucho.

Aún habría tiempo, sin embargo, para otros episodios felices. El más inmediato le llevaba de la capital de la provincia a la capital de España, rumbo a la Academia Soto, donde le prepararían para labrarse una carrera como ingeniero industrial. Se alojó en la residencia de estudiantes de Madrid, que en la época era uno de los motores de la cultura española de aquellos años, habiendo acogido en los más precedentes a artistas de la talla de Buñuel, Lorca o Dalí. Era una gran experiencia a la que Helios no tuvo tiempo de hincarle el diente, apenas año y medio, porque sonó el toque de corneta y estalló la Guerra Civil.

No nos extenderemos demasiado en tan desdichada contienda, aunque sus atribulaciones le causaron más problemas a Helios (y a todos) que simplemente dejar de estudiar. Fue llamado a filas en 1937 e ingresó en Servicios Auxiliares, en el “Batallón del Cristal”, así llamado en referencia a sus integrantes, que por deficiencias visuales o de otro tipo no eran llamados al frente. Vivió en Alicante, en la estación de la Marina, muchos bombardeos, como el trágico que aconteció en la Plaza de Abastos. A finales del 38, y por las urgencias de un enfrentamiento que el bando republicano estaba perdiendo, fue mandado a Teruel, concretamente a la sierra de Javalambre. El mismo día que desembarcaba en Titaguas vivió el horror de contemplar un fusilamiento a un soldado republicano de tendencia fascista. Pasa el día en ayunas, condicionado por la brutal imagen, y al siguiente recala en el enclave de Peñablanca, en el que pasa aquellos meses angustiosos, sin más distracción que jugar al ajedrez con su teniente mexicano y otros soldados, con un tablero y unas figuras que él mismo talló. Cuando llegó el final, se las arregló para volver a Valencia, donde se quedó en casa de unos amigos de la familia unos días, mientras le mandaban la documentación y se normalizaba la nueva situación (todo lo que podía normalizarse).

De vuelta a Petrer, pasa un tiempo en la fábrica de zapatos Luvi, ayudando a su padre y a su tío, sobre todo en cuestiones de maquinaria, de la que tenía no poca idea en aquella época. Claro que su carrera como ingeniero había quedado truncada por la gravedad de los acontecimientos, y Helios sabía la importancia de completar su formación. Al poco tiempo, regresa a Madrid con la misma intención que la dejó. Se aloja en este caso en una pensión de la calle José Marañón, y gracias a su preparación previa, consigue el acceso a la Escuela de Ingenieros, logro meritorio pues sólo había 25 plazas para más de 350 aspirantes. Su talento para el dibujo, su aptitud matemática y su constancia y dedicación podían en esta ocasión cerrar el círculo y proporcionar a Helios la titulación con que bastantes años antes se había imaginado. Pero el hombre propone y Dios dispone. Fuerzas mayores, esta vez sólo ubicadas en su entorno familiar, le harían regresar sin ni siquiera poder completar el segundo año de estudios. Era 1942: su padre había enfermado, y su tío le reclama para ayudarle en la empresa zapatera. La historia que estaba escribiendo como ingeniero (que concluirían muchos de sus más preciados amigos de aquella época, como Luis Suay y Luis Miralles) se acabó ese día, a medio acabar. Aunque yo intuyo que aquello siempre le ha dejado una espinita, ésta nunca la saca a relucir. Como otras veces, se adaptó, sin dejar que la resignación le borrara la sonrisa. Además no era tan malo regresar al pueblo, ni a sus campos.

Helios y su inseparable libreta. Nunca sale sin ella. [4]
Helios y su inseparable libreta. Nunca sale sin ella.

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Porque volver a Petrer también significaba en él volver a los montes de Petrer. Ya hecho un adulto, y con importantes responsabilidades profesionales, aprovechó siempre su tiempo libre para repatear las zonas que conocía de sus años mozos y recorrer lo que en su día no había visto. Los fines de semana, los períodos festivos del verano… Anduvo, anduvo, anduvo. ¿Y qué hacía, siempre surcando la maleza y asomando su vista desde lo alto de un peñón? Si bien dotado de sensibilidad artística, como se ha señalado, en el área de la pintura y la talla de madera, no debemos imaginarlo como un Paco Mollá con plumilla, abriendo su luz creadora a las esencias del paisaje. Más bien, como hombre pragmático que es (más por aquel entonces, incluso, que ahora), sólo existía el goce de a caminata y el ejercicio, y el vago fin de traer algo para los demás en esas salidas, como es costumbre en él. Al principio lo intentó con la caza, pero, entre que había heredado la destreza de su padre y padecía dificultades visuales (una considerable miopía y dos operaciones de desprendimiento de retina relativamente joven), nunca fue un gran cazador (ha sido su hijo finalmente, porque a mí nunca me ha interesado, el único ojo certero de cuatro generaciones de Villaplana). Así, hacía cazas de espera: las Barraquetes era zona predilecta; las presas (que tantas veces no fueron tal), el tordo en invierno y las tórtolas en verano.

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Por supuesto, grandes hechos tuvieron lugar también su vida urbana. Se casó con Eufemia Payá en 1946, quien lo acompaña desde entonces todos estos años, lo que es casi el aspecto fantástico de esta narración, como bromearía mi abuela. Lo cierto es que son el perfecto contrapunto y sólo atisbo una mínima parte de todo lo que ha debido aportarse el uno al otro. Han hecho de la diferencia su virtud, pues comparten no mucho más que su perfil mediático y popular, y sin hacerse sombra ni renunciar a sus pasatiempos personales. Tanto es así, que a mí me ha quedado un poso de atracción hacia lo diferente y hacia el camino menos obvio; apúntelo en la cuenta de estos vitalistas que trajeron tres hijos al mundo en siete años (1947 – 1954): Isabel, Eufemia y Luis.

Helios ha tallado varios tótems en madera. [7]
Helios ha tallado varios tótems en madera.

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Así que ahí tenemos a Helios, compaginando su vida en la fábrica (encargado de producción) con su vida familiar y su actividad en la finca. Poco a poco fue convirtiéndose en la figura pedagógica que yo he conocido, tanto en la fábrica (siempre se ha dicho, y con razón, que Luvi fue una auténtica escuela de talentos, el germen de muchas fábricas que surgieron a su estela) como con su prole. La familia pasaba los veranos en la finca,  Helios incluido a pesar de su faena (se bajaba a las seis de la mañana y subía por la tarde, gastando suela), y los hijos se empapaban de los conocimientos camperos del clan familiar. Paseaban con su padre, con su madre, con su abuelo, con su tío… Una infancia saltando bancales y haciendo cabañas en los árboles, extendiendo en el tiempo una forma de vida, al aire libre, que ya agonizaba por aquel entonces. Helios, como guía de las excursiones que podían asumir los pequeños, se esforzaba en transmitirles todos aquellos valores que una vida en la montaña maceran a fuego en el alma de cada uno. A fe que lo consiguió.

Sus hijos, de corta edad, no le acompañaban en sus vueltas más largas, por ejemplo cuando iba y volvía todos los días del pueblo a la finca durante aquellos veranos. Así, su imagen en el pueblo era la característica, de paseante solitario, aunque en esta época a Helios le gustara ya la compañía en sus excursiones. Su traza de caminante, adusta e inflexible, cual don Quijote sin Sancho, percutía especialmente en la senda de Petrer a L’Avaiol, y una aureola especial debía tener para llamar la atención de tanta gente. He escuchado a gente que no conozco argumentar la conveniencia de editar un sello, o algo recordativo de esa instantánea, de lo arraigada que ha quedado en una generación. Quizá resultara curioso en el pueblo que uno de los gerentes de la principal industria gustase tanto de desplazarse a pie. Para mi abuelo, era precisamente la presencia en la fábrica familiar de un chófer el hecho decisivo para que nunca se interesara por aprender a conducir. Sea como fuere, y como excepción en aquello de casa del herrero, mi abuelo fue un adepto a la suela, por activa y por pasiva.

Pero lo cierto es que, ahora que había ejercido un papel de maestrazgo, se le había quedado el regusto dulce que tiene “comentar la jugada”. Entonces, hacia los 45 años, aparcó la escopeta y se alió con su amigo Bartolo Peñetes en la búsqueda de robellones, a los que ya conocía de su infancia, pues el casero de la finca de su padre, Pepe “el Tendre”, era muy aficionado. Lo cierto es que Helios siempre había sido aficionado a la recogida de setas (prestando también atención a las de cardo y a las de olmo), pero son sus salidas con Bartolo las que suele recordar. Juntos llenaron muchas bolsas y mochilas, y degustaron el sabor del pueblo en aquellas setas, que Eufemia solía cocinar ligeramente fritas. Y un día, viéndole esta asociación que no se le suponía en estos menesteres, otros amigos montañeros le hablaron del Centro Excursionista de Petrer y le animaron a afiliarse. Y, como quien cae en la cuenta de algo, respondió efusivamente a aquellas sugerencias y a ello fue.

Mi abuelo ingresó en el centro con más de cincuenta años, pero todos pudieron comprobar lo bien llevados que estaban. En la época, sumaba poco más de cien afiliados y todavía no contaba con una sede. Participó en la consecución de la misma (que requirió de un esfuerzo colectivo de casi un millón de pesetas), en más de 20 marchas por toda España –y en las salidas más cercanas que se hacían, como al Mont Cabrer-, en la tradición de ir a comer gazpachos a Castalla –al famoso restaurante Roig-. Etc. Siempre ha contado que disfrutó mucho de todas estas actividades, de intercambiar impresiones, de rememorar nevadas o tormentas. Se granjeó la simpatía de todos y sus almendras tostadas se convirtieron en un clásico de las marchas de veteranos, tanto que muchos de sus compañeros le comentaban que eran el auténtico leit motiv del día (si fuera hoy, llevaría una especie de horchatas de almendras, que no desmerecería en absoluto). Estuvo en Salamanca, Asturias, Gijón, Barcelona… Las casas de la familia están llenas de trofeos y emblemas de aquellas excursiones, que les correspondían por ser el más veterano. Cerca debió estar de ganar la distinción al más en forma, pues, junto a Pascualico –en otra de esas imágenes para el recuerdo-, formaba un dúo dinámico que excursionistas más jóvenes no podían igualar. Estos momentos no quedan muy atrás en el tiempo, pues no hace ni una década que Helios culminó su última marcha acompañado de su hija Isabel. Yo les digo que le han retirado las piernas, porque su ímpetu montañero sigue presente en el brillo de sus ojos.

Durante esta época de viajes, mi abuelo alcanzó también popularidad con sus dibujos, que llevaba toda la vida haciendo y a los que dedicó más tiempo a partir de ahora. Ha sido siempre un gran retratista de paisajes a plumilla, y en las marchas aprovechaba los almuerzos y los descansos para dar rienda suelta a su habilidad e inmortalizar la vista. Quienes no lo conocían en esta faceta prácticamente alucinaban viendo como en cinco minutos era capaz de abocetar y dar forma al dibujo; muchas veces se lo quitaban de las manos a medio hacer. Ningún problema para una espléndida como él, como no fuera el hecho de que le gusta terminar de perfilar sus obras. Para sus trabajos más cuidados hace fotos que luego le sirven de guía; especialmente ha gustado siempre de retratar las antiguas casas de campo. Utilizando siempre la plumilla, las carpetas de su escritorio guardan vistas que hoy ya no se contemplan, un muestrario de la evolución del campo de Petrer en sus últimos cuarenta años. No en vano nunca ha dejado de dibujar, ni de regalar los resultados (¿no me digan que no tienen un dibujo suyo en algún sitio?). Deberían ver la precisión que todavía guarda su pulso: algunas de sus mejores obras son muy recientes.

Panorámica de Petrer desde el Altico, 1943. [10]
Panorámica de Petrer desde el Altico, 1943.
Un cuadro de este mismo año. [11]
Un cuadro de este mismo año.

Porque el tiempo pasaba, claro. Valga, no obstante, la semblanza realizada hasta finales de los 80, porque Helios ha sido un hombre de hábitos, y aunque se jubiló a los 65 años, nunca dejó de ir a la fábrica hasta su cierre, en 1986. Siendo así un hombre de principios y tradiciones, debió dolerle el cierre de la histórica fábrica que levantaran su padre y su hermano, y que él también dirigió durante tantos años. Pero una vez más, cuando le pregunto por ello, vuelve su sonrisa y su naturaleza adaptativa, y refiere la comida que le regalaron todas las aparadoras de la fábrica como despedida. Pocas veces se ve esta iniciativa de los operarios con sus patronos (y menos cuando todo el mundo va al paro), pero Helios había sido siempre un administrado justo y entrañable, y le llovió este nuevo reconocimiento, al que guarda un cariño especial.

Finalmente liberado de las obligaciones laborales, los últimos 20 años de Helios han basculado entre sus dos grandes amores: su finca, en el campo, y Eufemia, su mujer, en la ciudad. Y menos mal que mi abuela ha sido cautivada por las bondades de la vida hogareña, disfrutando de películas, Internet y los paseos por los parques, porque de ser por Helios estaríamos hablando de una pareja casi de ermitaños. No me equivoco al afirmar que la familia y los amigos lo han mantenido unido a los avatares de la vida contemporánea, pues el resto de cosas que le emocionan están a merced del viento. Su hijo Luis lo ha subido a diario todos estos años, alimentando mutuamente la pasión que sienten por la vida campestre.

Mis primeros recuerdos con él son de aquel entonces. Tenía todo el tiempo del veterano y la energía de un hombre de mediana edad, así que me trató como a un hijo. Recorríamos el Cid, Puça, Cárdenes, Mirabuenos, la Gurrama, Caprala, el Arenal, etc. Aprovechaba para instruirme en la vida, y ante la visión de algo familiar, en la flora y la fauna (y por supuesto siempre volvíamos a casa con algo). Le acompañaba , junto a mis primos, algo más mayores, a hacer oliva y a hacer almendra, sin más ayuda que una tela extendida y una caña para asestar golpes. Después de la jornada al sol nos daba chocolate y galletas, y a veces incluso nos acompañaba a bañarnos a la balsa familiar, donde nos deleitaba con el salto de la rana, que por muchas veces que repitiera siempre nos hacía gracia. O íbamos a la huerta, a buscar las verduras maduras, o a ver como nuestros barcos de madera (que él nos construía) se deslizaban por las zanjas y acequias. Cuando mis primos crecieron, y me abandonaron en el campo los fines de semana tentados de chicas y fiestas en el pueblo, mi abuelo redobló sus esfuerzos. Jugaba mucho conmigo, una vez más adaptándose él, y nunca me aburrí. En una era, cerca de la casa familiar, levantamos un travesaño y dos postes y hacía de portero. Yo me reía mucho entonces, porque paraba mis disparos con un golpe de codo y decía ser seguidor del Atlhetic de Bilbao, que nunca ganaba nada, con lo fácil que era ser del Barça o del Madrid. Sólo años después salí de mi ignorancia y oí hablar de Zamora y de las tardes de fútbol que se vivieron en la Catedral, lo que para mí supuso tomar consciencia también del largo recorrido que Helios llevaba en sus piernas. Así que, volviendo al principio de la narración, me fijaba en él, cuando lo veía aparecer tras la curva, sereno y feliz, como si supiera algo de la vida misma que a mí se escapaba en los años de adolescencia.

Todavía hoy trato de abrir los ojos y agudizar los oídos. Ya no paseamos tanto, ni pasamos tanto tiempo juntos, aunque siempre saco un rato para ver cuál ha sido su nueva creación artística, dibujo o escultura, a la que tanto tiempo dedica ahora. La edad conlleva muchos compromisos, pero, ociosamente, pocas cosas con más encanto que un rato con Helios. No sólo para mí: todas las visitas que suben a L’Avaiol (y no son pocas) quieren saludarlo. Una pléyade de pintores, montañeros, fotógrafos, naturalistas y catedráticos que han hecho de la finca un centro de reunión intelectual, donde Helios ejerce como maestro de ceremonias, haciendo valer su experiencia en cualquier campo que se trate. Si no está, porque ha bajado a Los Olmos buscando espárragos, o al Rincón del Casat para encontrar pebrella, las visitas retrasan su marcha hasta que vuelve y pueden estrechar su mano e intercambiar opiniones. Así es como este campero incansable se mantiene en la brecha: siempre tiene algo que decir o escuchar, siempre tiene algo por hacer. Simplemente, una fuerza de la naturaleza más, activa, que ha erigido su leyenda con la acción de un paso tras otro, hacia delante, y siempre en movimiento. Y en un mundo en el que las acciones hablan más profundamente que las palabras, la historia de Helios ha trascendido del papel y ha fraguado entre árboles, montañas y rocas, donde se sigue escribiendo con unos caracteres íntimos que nadie (incluido yo) puede revelarles.

Helios rodeado de su familia cuando recibió el trofeo "Leyenda del deporte" de El Carrer. [12]
Helios rodeado de su familia cuando recibió el trofeo "Leyenda del deporte" de El Carrer.