El hombre que camina Petrer

Por esta edad se confirmó su afición por los paisajes naturales, con las salidas cada vez más numerosas que realizaba por los alrededores. Estaba explorando por vez primera los enclaves que serían el escenario de gran parte de su vida. Para mí es un ejercicio de extrañeza imaginar su reacción ante aquellos parajes nuevos para él, pues en los paseos que hemos compartido ya sabía de antemano todos los detalles de la vista que nos acontecería al reverso de la loma. Supongo que el suyo sería un rostro de prendida satisfacción. Debió verse allí y sentir el gozo de quien se encuentra con su inclinación natural. Ya entonces cimentaba hábitos que no le abandonarían, como el de la observación o el de la recolecta. Así sentía debilidad por enclaves como el Rincón del Casat, pues allí se erige un madroñero de sabrosos frutos que todavía sigue firme.

Mientras sus amigos del pueblo hacían más presente la tendencia gregaria que tan firmemente se manifiesta en la adolescencia, la lealtad del infante Helios era con la montaña. Subía a la finca los fines de semana y prácticamente en todas las festividades, incluso aunque no subieran sus padres. No le importaba, él se llevaba la comida de casa y se entregaba, relajado y silencioso, a sus maratonianos paseos por el término. De esta manera, se iba gestando por entonces la imagen clásica que la mayoría de vecinos del pueblo tienen de mi abuelo –como me han hecho notar toda la vida-, la del caminante incansable y solitario, acaso una figura más del colorido tapiz del campo de Petrer.

Helios corta la flor del cantueso, luciendo un bigote muy poco habitual en él.
Helios corta la flor del cantueso, luciendo un bigote muy poco habitual en él.

No obstante, los horizontes de mi abuelo estaban a punto de ampliarse más allá de donde le llevaban sus botas. Tras el paso por la educación particular, con doña Lola, y la escuela pública, dirigida en aquellas años por el señor Caparrós, Helios fue mandado como interino al colegio San José de Alicante. Su padre, alcalde de Petrer y uno de los empresarios más destacados de la provincia, le exigía una educación esmerada y, en el susodicho centro, catedráticos como José Lafuente Vidal (geografía e historia), Daniel Cisneros (geología y biología) o el mismo director Celestino Chinchilla parecían asegurarla. Su estancia allí, de 1929 a 1935, reveló nuevas inclinaciones: por los números y el dibujo y por las bromas y las gamberradas. A expensas de su primera afición, se ganó la consideración del mismísimo director del centro, que le estimularía para que continuara sus estudios en alguna ingeniería (cosa que acabó ocurriendo). De su segunda dedicación no obtuvo tanto rédito, aunque la recuerda con incontenible simpatía. Me ha narrado (e incluso inspirado para las propias) algunas de sus fechorías, siempre acompañado, formando un auténtico triunvirato de la chanza, de sus compañeros Gonzalo Galipienso, hijo del notario de Aspe, y de Mariano Albert, hijo del médico de la Romana.

Recreemos una de las andanzas de esta época, una que lo tiene todo, pues necesitó tanto del espíritu burlón de Helios como de su capacidad de dibujo, y además no ha perdido frescura, pues a día de hoy tal ocurrencia todavía provocaría a más de uno. Una madrugada, entonces, Helios y sus compinches se descuelgan por el balcón del colegio. Su destino es la iglesia de San Nicolás, que amanece con unas láminas pegadas en la puerta que atraen la atención de los viandantes. En ellas, curas y monjas aparecen abandonados a la carnalidad, practicando una variedad de posturas eróticas digna del Kamasutra. Las imágenes son un éxito y, hasta que son retiradas, todo el mundo quiere conocer a su autor, unos para abofetearle y otros para felicitarle. El trío de imberbes ateos, agazapados como un peatón más de aquella mañana, disfrutan disimuladamente de las reacciones de la gente. Todavía pudieron sonreír ante aquellas manifestaciones espontáneas que revelaban dos concepciones de la existencia, cosa que, como sabemos todos, no habría de durar mucho.

Aún habría tiempo, sin embargo, para otros episodios felices. El más inmediato le llevaba de la capital de la provincia a la capital de España, rumbo a la Academia Soto, donde le prepararían para labrarse una carrera como ingeniero industrial. Se alojó en la residencia de estudiantes de Madrid, que en la época era uno de los motores de la cultura española de aquellos años, habiendo acogido en los más precedentes a artistas de la talla de Buñuel, Lorca o Dalí. Era una gran experiencia a la que Helios no tuvo tiempo de hincarle el diente, apenas año y medio, porque sonó el toque de corneta y estalló la Guerra Civil.

No nos extenderemos demasiado en tan desdichada contienda, aunque sus atribulaciones le causaron más problemas a Helios (y a todos) que simplemente dejar de estudiar. Fue llamado a filas en 1937 e ingresó en Servicios Auxiliares, en el “Batallón del Cristal”, así llamado en referencia a sus integrantes, que por deficiencias visuales o de otro tipo no eran llamados al frente. Vivió en Alicante, en la estación de la Marina, muchos bombardeos, como el trágico que aconteció en la Plaza de Abastos. A finales del 38, y por las urgencias de un enfrentamiento que el bando republicano estaba perdiendo, fue mandado a Teruel, concretamente a la sierra de Javalambre. El mismo día que desembarcaba en Titaguas vivió el horror de contemplar un fusilamiento a un soldado republicano de tendencia fascista. Pasa el día en ayunas, condicionado por la brutal imagen, y al siguiente recala en el enclave de Peñablanca, en el que pasa aquellos meses angustiosos, sin más distracción que jugar al ajedrez con su teniente mexicano y otros soldados, con un tablero y unas figuras que él mismo talló. Cuando llegó el final, se las arregló para volver a Valencia, donde se quedó en casa de unos amigos de la familia unos días, mientras le mandaban la documentación y se normalizaba la nueva situación (todo lo que podía normalizarse).

De vuelta a Petrer, pasa un tiempo en la fábrica de zapatos Luvi, ayudando a su padre y a su tío, sobre todo en cuestiones de maquinaria, de la que tenía no poca idea en aquella época. Claro que su carrera como ingeniero había quedado truncada por la gravedad de los acontecimientos, y Helios sabía la importancia de completar su formación. Al poco tiempo, regresa a Madrid con la misma intención que la dejó. Se aloja en este caso en una pensión de la calle José Marañón, y gracias a su preparación previa, consigue el acceso a la Escuela de Ingenieros, logro meritorio pues sólo había 25 plazas para más de 350 aspirantes. Su talento para el dibujo, su aptitud matemática y su constancia y dedicación podían en esta ocasión cerrar el círculo y proporcionar a Helios la titulación con que bastantes años antes se había imaginado. Pero el hombre propone y Dios dispone. Fuerzas mayores, esta vez sólo ubicadas en su entorno familiar, le harían regresar sin ni siquiera poder completar el segundo año de estudios. Era 1942: su padre había enfermado, y su tío le reclama para ayudarle en la empresa zapatera. La historia que estaba escribiendo como ingeniero (que concluirían muchos de sus más preciados amigos de aquella época, como Luis Suay y Luis Miralles) se acabó ese día, a medio acabar. Aunque yo intuyo que aquello siempre le ha dejado una espinita, ésta nunca la saca a relucir. Como otras veces, se adaptó, sin dejar que la resignación le borrara la sonrisa. Además no era tan malo regresar al pueblo, ni a sus campos.

Helios y su inseparable libreta. Nunca sale sin ella.
Helios y su inseparable libreta. Nunca sale sin ella.

helios-primavera2006-11

3 thoughts on “El hombre que camina Petrer”

  1. Helios Villaplana es sin duda del tipo de personas ,escasas por desgracia, que trasmite una gran serenidad y plenitud.. La de una persona que vive por y

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