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Dakar 89-90: el año en que vivimos peligrosamente

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*Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Petrer Mensual nº 38, febrero de 2004.

José María Brotons, navegante, siente una colisión, y mira a su compañero, el piloto Antonio Mollá, que le responde con una carcajada. Las risas de su amigo hacen dudar a Pepe de su percepción. Pero segundos después le sobreviene nuevamente la sensación del impacto, y comienza a sentirse extraño. Al tercer choque consecutivo, Pepe se pone en estado de alerta. Pasa algo, algo grave, pero no acierta a saber qué es. Las ideas se cruzan en su cabeza, pero no consigue centrar ningún pensamiento. Sólo tiene la impresión de que ocurre algo, ¿pero el qué? Otro impacto del vehículo, y Pepe se da cuenta de que el bolígrafo que tiene en las manos se le escurre. Hace fuerza para cogerlo, pero no tiene la suficiente. Se encuentra aturdido, sumido casi en la inconsciencia, pero saca fuerzas para llamar a Toni. Lo ve a punto de desfallecer. El coche va dando bandazos. Es su último aliento: entre Toni y él consiguen frenar. Pepe abre la puerta de Toni, luego la suya: ambos se desploman sobre el suelo.

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José y Toni Mollá en un descanso.

Intoxicados por anhídrido carbó­nico debido a un escape en el co­che, el más leve movimiento es un esfuerzo sobrehumano. Mantener los ojos abiertos es como esprintar durante dos kilómetros seguidos. Im­posible. No obstante, Pepe se le­vanta, Toni no. Tambaleándose, lo traslada como puede a una balsa cer­cana. Refrescándolo en ella, los cen­tenares de avispas que revolotean su alrededor emiten un zumbido en­sordecedor. Sólo cuando se aleja, en dirección a una casa de campesinos (Toni todavía está muy tocado), re­cuerda que es alérgico a la picadura del insecto amarillo. En la casa les dan leche, agua, algo de comer. Des­cansan, se recuperan. De repente, Toni dice: «¿pero nosotros no está­bamos en una carrera?» Dan las gra­cias, echan a correr en dirección al coche. Han pasado dos horas…

«Imagínate», me dice Pepe, «eso es sólo una anécdota de un día, y te relato una carrera en tierras espa­ñolas, previa al Dakar. Lo que fue eso… Imagínate». Y yo me imagino una tierra árida, que arde a 55° du­rante el día y que luego se congela durante la noche. Me imagino un paisaje que se repite a sí mismo du­rante kilómetros y kilómetros. Ima­gino arena reseca en las oquedades de la garganta, imagino no tener agua. Lo que no consigo imaginar es que motiva a un hombre a estar allí, en medio de la nada, superando situaciones más extremas que la que ya vivió con su compañero desfalle­cido a cuestas.

«Supongo que el deseo de supe­rarse a uno mismo. De ponerse a prueba. De vivir una gran aventu­ra». Pero para el hombre conserva­dor, al que le gusta estar repantiga­do en el sofá, la génesis del viaje le tiene que sonar todavía más inquietante: «bueno, un día, estando con Toni, pasaron unas imágenes del Dakar por televisión. Y medio en broma, comentamos: «no estaría mal apuntarse a esto, ¿verdad?» Hablamos un rato sobre el asunto y luego nos olvidamos…hasta la mañana siguiente». Todavía no eran conscientes, pero ya tenían los asientos en posición horizontal y los cinturones abrochados, ya habían embarcado en el vuelo que les llevaría a desafiarse a sí mismos. Era el año 1989.

Pero claro, uno no se levanta un día y se embarca en la prueba más dura del mundo. O bueno, sí, visto lo visto: «pero claro, no es sólo querer correrlo, hay requisitos imprescindibles. Por ejemplo, poseer una licencia de piloto internacional. En mi caso, para que la Federación Internacional de Motociclismo nos la concediera, primero tuvimos que hacer un campeonato de España y correr dos pruebas internacionales, como eran la Baja Aragón (una prueba muy cruda) y el Rally de los Faraones, ya con la licencia provisional. Luego hay que buscar equipos, esponsors, etc.»

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Mollá y Brotons.

 

La financiación  también fue una dura prueba: «lo que hicimos fue imponer el impuesto revolucionario en el pueblo, acudir a los amigos, a la publicidad y a la esponsorización, etc., para cubrir parte del presupuesto».

La preparación no le anduvo a la zaga. « La experiencia acumulada fue muy importante, sobre todo a nivel físico y de conocimiento del vehículo. Durante la mili, donde fui paracaidista, estuve destinado en África (en el Aiun, en el antiguo Sahara español) y había tenido contacto con el desierto. Pero éramos conscientes de que lo más importante iba a ser la fuerza moral: nos mentalizamos para sufrir. ¿Pero sabes qué? Nada te prepara para eso».

Cruzando el desierto

Así que ahí están. Toni y Pepe, a los mandos de un Nissan: París-Dakar 1989/ 90. »No teníamos ni idea de lo que nos íbamos a encontrar». El segundo día, exhaustos, ya comprendieron dónde se habían metido: «hay muchos momentos en que te derrumbas. En los que, simplemente, no puedes más. Nosotros decidimos vivir el día a día, el instante, convencidos (y convenciéndonos) siempre de lo que estábamos haciendo, no hay otra manera».Porque las cosas se pusieron difíciles desde el principio: «con el chicle atajábamos las fugas del radiador, y como eso todo.» El camión de asistencias -que lo llevaba todo: comida, agua, ropas, etc.- que contrataron reventó la caja de cambios al segundo día, y ya tuvieron que seguir sin él: «sí, encima eso».

Los recuerdos de Pepe parecen sacados de la mente de Spielberg, sólo que son vivencias reales, situaciones reales, sentimientos reales: «Para mí era algo como esto: una etapa de 500 kilómetros en la que sales a las seis de la mañana, llevas casi dos días sin dormir, estás sediento y hambriento. A las once y media, tu compañero te pregunta: «¿qué nos queda?» Y tú no sabes si decirle la verdad o sacarte de la manga una mentira piadosa, todo depende del estado anímico de quien viaja contigo. Porque si le digo la verdad, que únicamente hemos recorrido cuarenta kilómetros…O te pregunta: «¿quedan muchos Almorxós?» Y si sabes que has recorrido treinta y todavía quedan ciento ochenta arenales…»

Perdidos en la inmensidad de la nada; ésa fue otra de las experiencias al límite que vivieron: «cuando salimos de París nos guiábamos, más o menos, por un compás electrónico. En una etapa tuvimos que utilizar el gato, y al acabar lo colocamos en un sitio distinto. Entonces no nos percatamos de que eso iba a romper el equilibrio magnético, con un error de un grado. Lo que significa que seiscientos kilómetros después nos habíamos desplazado ochenta kilómetros de la ruta. Al llegar a donde se supone que teníamos que llegar, le dije: «estamos en la meta». Y él me dijo: «bueno, ¿entonces qué, Pepe, empiezo a llorar?» Nos comimos un mendrugo de pan, hallamos la causa del error e hice la corrección. En las primeras luces del día, tres horas después, vimos las rodelas de los camiones. Bajamos del coche y empezamos a besar la arena. Lo recuerdo hoy y me da miedo, porque allí sin gps, sin posición global…Estabas donde estabas».

Del dramatismo a la euforia, de la desesperación a la risa histérica. Toda la gama de emociones despiertan en el piloto y en el copiloto en esos días. Mantener la serenidad y la convivencia en estas circunstancias no es algo al alcance de todas las parejas: «yo diría que es un apoyo, un equilibrio entre dos personas. Hay que buscar la compensación: si uno está nervioso que el otro esté tranquilo. Pero es difícil, porque son siempre situaciones extremas, y el cerebro siempre va más deprisa que el coche. Y rezas para no tener problemas, pero los rezos no valen: siempre hay problemas. Al final, sólo se sostiene un pensamiento positivo como válido y cierto: eres él y tú, y hay que salir de esta como sea.»

Pepe también recuerda un día en que los aviones, que habitualmente se posaban donde querían gracias a las planchas de acero que colocadas sobre la arena hacían las veces de aeropuerto, no habían podido aterrizar por culpa de una tormenta de arena. En otras palabras, hasta el día siguiente «tienes que buscarte la vida. El ejército, que sabe que pasan estas cosas, nos desplazó en jeeps y cenamos en un poblado de tuarecs. Nos cobraron por un huevo frito y un trozo de carne, posiblemente de camello, treinta y cinco mil pesetas por cabeza. Pero podíamos considerarnos afortunados, había tabaco y cerveza». Al día siguiente serían los animales los que impresionaron a los osados petrerenses: «nos acercamos a una especie de géiser para bañarnos que nos indicaron los del poblado. Al llegar allí me dice Toni: «che, tú, el suelo se mueve». Y tenía razón, el suelo se movía: pisabas y te hundías al cabo de unos instantes. Resulta que el «suelo» eran serpientes: una masa de medio metro de lenguas bífidas. También habían arañas, inofensivas, pero realmente gigantescas, y a centenares. Pero qué quieres que te diga, agradecimos el baño, con decirte que antes de eso los monos que llevábamos puestos se tenían de pie. Lavábamos los calzoncillos con arena».

Si una adversidad nueva y una solución inédita conforman una aventura, Pepe y Toni vivieron aventuras para esta vida y para otra. En sus palabras: «estoy siendo resumido y superficial, y no hemos cubierto ni por la cuarta parte de las vivencias que tuvimos. No hay suficientes páginas en el periódico para plasmar lo que es el Dakar».

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En pleno desierto a 55º de temperatura.

 

Al menos sí tenemos espacio para relatar el fin de su odisea: «como el coche iba «respirando» mucha arena -arena que hay ya en el mismo ambiente-, cada vez más, llegó un momento en que, de la temperatura que alcanzó el motor, la botella de expansión comenzó a evaporar agua, y no había manera de pararlo. Nos quedamos tirados cerca de un pueblo, a unos catorce kilómetros. Pero al llegar allí nos alarmamos; no podían ayudarnos, no habían coches ni camellos. Cuando volvimos nos habían robado el coche (que por cierto, gracias a un seguro que contratamos lo recuperamos a los dos años, aunque únicamente el chasis). Así que nos enterramos en la arena porque estábamos advertidos de la presencia de animales salvajes. Al final, y por eso ahora estoy aquí contándotelo, pasaron dos coches por esa ruta. Resulta que eran médicos de la organización, pero que solamente podían trasladar a heridos. De tal manera que lo que hicimos fue coger una piedra cada uno, para ir como «heridos»…Cuando los médicos comprendieron nuestras intenciones nos dejaron subir». Era el día séptimo de carrera.

Ahora, que ha estado desempolvando -nunca mejor dicho- esos recuerdos, Pepe Brotons hace balance y define la esencia del peligroso y el salvaje viaje que emprendieron: «para mí, la explicación es un recuerdo: era el final de una etapa, ya de madrugada, y todavía no habíamos llegado a meta. Según el mapa, estábamos ya sobre ella, pero no había señales de vida. Al cabo de un buen rato, vemos que se enciende una luz y nos dirigimos a ella. Cuando llegamos, el hombre que había allí de la organización se estaba desperezando. Nos quejamos por su desidia, y él respondió: «¿todavía no lo han comprendido? Ustedes no tienen derecho a protestar. Ustedes están aquí porque quieren. Es más, están aquí pagando. C’est le Dakar». Así que…»

«Así que debe ser como una droga, siempre te queda algo, todo lo que te he estado contando y siento nostalgia, como cuando veo a Nani Roma derrapando por televisión (que por cierto, a la hora de escribir estas líneas ya se ha coronado como vencedor del rally en motos, el primer español de la historia en conseguirlo)». Así que…es como el fuego, supongo, que a muchas personas les gusta porque quema, precisamente por eso.

 

Mediáticos

Pepe, bajo el cielo estrellado en una planicie de cuatrocientos ki­lómetros, tenía la sensación, no sin motivo, de es­tar solo en el mundo. Pero eso no era exactamente cierto. Había todo un país pendiente de ellos, todo un pueblo expectante, toda una familia en vilo. Los medios de comunicación desgranaban a diario las vicisitudes de la prueba, y hacían llegar el mensa­je de que, por lo menos, seguían ahí (algo mucho más que meritorio-sobrevivir- en una carrera que se ha cobrado más de una vida). Pepe recuerda que «abrí­amos el espacio dedicado al Dakar de Canal 9». Pe­ro antes de aquello, antes de rodar la legendaria carrera, ya eran conocidos. Diarios como el Infor­mación y La Verdad, más otras publicaciones de El­che (porque estaban federados en el Club del Auto­móvil de Elche) cubrieron varias pruebas -algunos artículos, por cierto, iban firmados por el propio Héc­tor Navarro-, entre ellas sobre todo el Rallye de los Faraones 89′, en el que acabaron en el puesto 48 de la división general, pero primeros de la división die­sel (compitiendo contra otros 27 vehículos) y se­gundos entre los debutantes. Pepe nos cuenta «que los resultados fueron buenos por casualidad», inci­sión demasiado humilde si tenemos en cuenta que eran noveles y que no contaban con todos los medios que puede tener un equipo oficial. De ésa época re­cuperamos titulares como éstos: «Mollá y Brotons bri­llaron con fuerza en el «Baja Portugal» (La verdad, 25 de junio de 1989); «El equipo Inma Beach estu­vo a punto de morir, por asfixia, en la Transpaña» (In­formación, 31 de agosto de 1989); «Mollá y Brotons, primeros en diesel del «infernal» Raid de los Fara­ones» (Información, 16 de octubre de 1989). El Raid de los Faraones lo ganó Ari Vatanen, piloto «afable con el que enseguida hicimos buenas migas. Toda­vía hoy nos sigue llamando, decía -en su aceptable español- que éramos los únicos que no le veíamos como un extraterrestre. También conocimos a Serviá. a Miguel Prieto, a Jordi Arcarons, a Peterhansel (que con ésa ha mejorado el récord de victorias en el rally: siete), etc. Con quien no coincidimos fue con Nani Ro­ma, empezó a correr uno o dos años después de no­sotros». El motorista ha sido el primer español que llega como campeón a Dakar, esa ciudad que es a la vez meta de tantas experiencias límites. Antes que él, Brotons y Mollá emprendieron la aventura de la aventuras, ideada por Thierry Sabine en 1977 cuando se perdió por algún tiempo en el Rally Abid- jan-Niza en el desierto líbico. Su credo fue: «Un de­safío para los participantes. Un sueño para aquellos que se quedan». En el pueblo hay constancia de su religión…