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Castelar y Petrer

Escrito por Mari Carmen Rico Navarro y Juan Ramón Martinez Maestre para la revista ‘Festa 99’

¿Será verdad? ¿Volveré a mi tranquilo valle y las campanas no resonarán como an­tes en mi corazón, y la luz encendida al pie del retablo antiguo no brillará como an­tes en mis ojos, y el campo no tendrá los mismos aromas, ni el horizonte los mismos destellos que en mi infancia, cuando las ilusiones se teñían en las florestas como las alitas de las mariposas, o la fe libaba esperanzas en la lejana estrella, como la abeja miel en la flor del cantueso y el romero? Si ha de suceder así no me lo digas, y déja­me que avive en la memoria, con toda la fuerza de mis recuerdos aquellos días en que no contábamos los años y en que no caían sobre nuestras cabezas las escarchas.

Emilio Castelar (1)

Emilio Castelar, ilustre tribuno y gran orador, siempre guardó un grato recuerdo de sus visitas a Petrer
Emilio Castelar, ilustre tribuno y gran orador, siempre guardó un grato recuerdo de sus visitas a Petrer

Durante los últimos años del siglo XIX se produ­cen una serie de hechos de diversa índole que tendrán gran relevancia en la historia de España y que vienen a ser manifestaciones de una crisis finisecular que se extiende en una sociedad decadente en la que comienzan a ponerse en duda los valores morales, políticos y literarios preestablecidos.

El declive del sistema impuesto por la Restauración, el aumento del proletariado industrial, la aparición de las nuevas fuerzas obreras y la pésima situación económica anuncian ya el desastre que se viene encima: la pérdida en 1898, de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

En mayo de ese mismo año llega Emilio Castelar a Sax, desde Madrid, para tratar de aliviar los problemas de salud que ve­nía padeciendo, cuyos síntomas se habían agudizado a raíz del asesinato de su ami­go Cánovas del Castillo por parte de los anarquistas, la voladura del Maine, la de­claración de guerra a España hecha por los Estados Unidos y el desastre de Cavite. Vencido en todos los frentes, acabado como po­lítico de prestigio, busca refugio en el que fuera año­rado hogar de su infancia y de su juventud, al que tan unido se sintió siempre.

Acerca de esta profunda vinculación del ilustre tri­buno con la tierra amada —y, por supuesto, con Petrer— nos ilustra Bernardo Herrero Ochoa en su obra Castelar, su infancia y su último año de vida (2), publi­cado en 1914, en cuyas páginas podemos leer no só­lo una amplia disertación de profunda minuciosidad descriptiva del valle, de su paisaje y de sus gentes, si­no lo que es más importante, la crónica de su última visita a nuestro pueblo:

«Si quisiéramos marcar los límites de la tierra predi­lecta de Castelar, diríamos que principia en la curva que, a partir de la estación de Monóvar, forman la sierra de Bateig y la del Cid, cerrando hacia Levante el valle de Elda, y termina por la parte Norte en la enriscada monta­ña, a cuyo abrigo se halla Sax emplazado, erguida en el centro de la extensa hondonada que forman sus campos y su huerta. Una distancia como de diez a doce kilómetros separa los dos puntos mencionados, y en tan limitado espacio concentró el gran tribuno lo que pudiera llamarse sus amores por la patria chica.

En las no interrumpidas excursiones que hacía Castelar a la provincia de Alican­te, cual devoto que acude en alas de devoción ferviente, a saludar la imagen objeto de su culto, corría, apenas se quitaba el polvo del camino, a visitar ciertos lugares con­sagrados por los recuerdos de su niñez. Siempre visitaba en Sax la hermosa heredad de Santa Eulalia, cuyos frondosos campos guardan la tradición, exornada por la le­yenda  de la victoria que alcanzó sobre los moros en el siglo XIII el noble caudillo ca­talán D. Berenguer de Entenza. Pero entre todas estas visitas abría por lo común la marcha un viaje a Petrel, subiendo directamente a la plazoleta que da acceso a la er­mita de San Bonifacio, a la que Castelar llamaba el balcón de España, desde la que se domina completamente el valle de Elda.

Tuve la honra de acompañarle en la última expedición que hizo á Petrel en 1898. Era una hermosa tarde del bien entrado mes de Mayo, cuando marchábamos des­de Sax hacia aquella pintoresca villa. Parecía que la tierra se había ataviado con sus mejores galas para recibir por vez postrera a su preclaro huésped, mejor dicho, a su hijo adoptivo, que tan gran cariño le profesaba. En aquel año, 1898, de tan triste me­moria para la patria, contrastando con las lágrimas de cien madres, cuyos hijos ago­nizaban en Cuba, diezmados por el paludismo, el vómito y las balas, había derramado la Naturaleza sus dones en aquellos campos, que ostentaban la esplendidez y la abundancia. Dorábanse las mieses en madurez completa, inclinándose a la tierra al peso de sus medradas espigas, y cambiaban las frutas en dulce néctar la acidez y as­pereza de sus jugos. En la inmensa campiña, poblada de olivos y de almendros, y de dilatados viñedos, aspirábanse con deleite los efluvios de la vid en plena florescencia, y los verdes pámpanos cubríanla de alfombra de esmeralda, hasta perderse en las fal­das de las sierras, que allá en la lejanía limitan el horizonte.

Cruza la carretera, como blanca cinta, la feraz campiña, amoldándose a las on­dulaciones del terreno, y así marchábamos desde el punto que da frente a la estación de la vía férrea, que frutales; las frondosidades de y blancas casitas; y paralelas con Vinalopó.

¡El Vinalopó! Es este riachuelo uno de los ornamentos de la tierra alicantina, y no representaría mayor riqueza si de plata líquida fuera su corriente. Hasta la pesca, abun­dante en algunos lugares de su trayecto, es medio de vida para el pobre en deter­minadas épocas del año. Desde tierras de Alcoy, hasta la presa que recoge el resto de sus aguas en la albufera de Elche, donde riega sus incomparables bosques de pal­meras, cruza toda la provincia, fecundando y convirtiendo en deliciosas huertas in­mensas superficies de terreno, que al ser tan desigual y accidentado, es incalculable la riqueza que representa la fuerza hidráulica que en sus saltos de agua viene a desarrollarse.

Mas volvamos a reanudar el interrumpido relato de nuestra excursión a Petrel. Habíamos llegado ya a la cumbre de la llamada cuesta de Santa Bárbara, y al do­blar la carretera al extremo de la sierra de este nombre, ofrécese a la vista uno de los paisajes más soberbios y hermosos. Entre la sie­rra de Santa Bárbara, completamente rala, y la de la Torreta, que ostenta entre sus peñas una vegeta­ción agreste de brezos, espinos, romeros y otra mul­titud de plantas, húndese el terreno en profundo barranco, formando una especie de collado, por cu­yo fondo serpea el Vinalopó entre cañares, tarayes y adelfas. A la derecha del camino, donde llega el traqueteo de sus ochenta telares mecánicos, presta animación y vida el sencillo y sobrio edificio de la fá­brica de lonas de don Vicente Castelló(3), y en la par­te opuesta, desde el trozo de carretera, tallado co­mo inmensa repisa en las primeras estribaciones de la sierra de Santa Bárbara, contémplanse desde gran altura los taludes que limitan el barranco, so­bre los que se alza una antigua venta, á guisa de feu­dal castillo y allá, en último término, aparece el ca­serío de Petrel, alegre y sonriente, sobre el boscaje de su huerta incomparable.

Paramos junto a una fuente, sita en la cuneta del camino, que al par que templa la sed del caminan­te, alegra con sus murmullos tan deliciosos parajes; y no lejos, admirábamos la soberbia vegetación de una hendidura formada por una vertiente de la sie­rra, en la que aparecía en revuelto desorden un ver­dadero bosque de vides y de almendros, de higueras y nopales.

Íbamos con Castelar en un mismo carruaje, quien esto escribe, su secretario particular, don Joa­quín Ferrer y su constante amigo y correligionario, el ex diputado de las constitu­yentes por Jorquera don Eduardo Sánchez Villora. Presa del mayor entusiasmo, exclamó don Emilio en aquel momento con alborozo infantil: ‘¡Mirad, mirad! ¡Qué bonito! ¡Qué hermoso paisaje! De cuanto en mi vida he visto, comparo esta tie­rra a Grecia, con la que le encuentro muy gran semejanza. Yo debo cuanto soy a haberme criado en ella, pues aquí vine a identificarme desde niño con el senti­miento de la Naturaleza’.

Pronto entramos en Petrel, y subiendo sus calles empinadas y angostas de as­pecto moruno, llegábamos a la plazoleta que da acceso a la ermita de San Boni­facio, desde donde abarca la vista en toda su extensión el valle de Elda. Forma este un inmenso óvalo circuido por altas montañas que, a partir de la ya mencionada sierra de Santa Bárbara, siguen la del Caballo y la del Cid, formando la curva que ocupa Petrel al extremo Este del mayor de los diámetros, y continúase luego la sierra del Cid con la  Bateig hasta la estación de Monóvar, cerrando el valle por la  parte del Mediodía.

Desde este punto completan el circuito hacia el Noroeste el alto de Bolón y la sierra de la Torreta que, como ya vimos, sólo la separa de la de Santa Bárbara la carretera y el barranco por donde corre el Vinalopó.

Digamos dos palabras acerca de nuestra breve estancia en Petrel. No obstante lo acostumbrados que estaban en estos pueblos a ver a Castelar, que a ellos ve­nía como a su propia casa, en todas partes era recibido con honores extraordinarios.

Esperábanos a nuestra llegada algunas personas de arraigo, entre ellas el alcal­de y mi antiguo amigo y colega el médico don Luis Cavero(4). Acompañados por ellos hicimos la sacramental visita a San Bonifacio, y como todo el que va a Petrel, no podíamos dejar de ir a ver sus famosas alfarerías, donde hábiles obreros, con un pedazo de barro, ejecutaron en presencia nuestra verdaderas maravillas, sin más herramientas que sus propias manos y un pequeño trozo de caña(5).

Historia de Europa, última obra de don Emilio Castelar, que el Ayuntamiento de Petrer adquirió en el año 1902
Historia de Europa, última obra de don Emilio Castelar, que el Ayuntamiento de Petrer adquirió en el año 1902

Es número obligado en estas excursiones la visita a la iglesia parroquial; es la de Petrel bonita y de gusto moderno, ampliada y restaurada en 1863. Fuimos en ella recibidos por un venerable sacerdote, que al parecer frisaba en los ochenta años, y apenas traspusimos sus puertas rompió estrepitosamente el órgano con la marcha de los Puritanos. Admiraba oír a Castelar señalando los sitios donde es­tuvo, cuando por primera vez le llevaron a fiestas allá por el año 1837, y hablan­do con el viejo sacerdote le trajo a la memoria mil recuerdos, y entre ellos el si­guiente. Se celebraban en la iglesia las Flores de Mayo, y estaba bajo el dosel en el presbiterio la Virgen patrono del pueblo: ‘Este es el mismo manto, dijo Caste­lar al verla, que llevaba el año 1837, cuando me trajo mi madre a las fiestas que se celebraban en Octubre’. El cura viejecito, que por sus años debía ser una his­toria viviente, confirmó este recuerdo, diciendo que no podía, en efecto, ser otro, pues cuantos tenía la Virgen se le habían hecho posteriormente á aquella época.

[…] Al pie mismo de la roca sobre la que se eleva el pretil de la plazoleta de la ermita de San Bonifacio, osea, el balcón de España, empieza la huerta de Pe­trel, con su boscaje de olivos, almendros y nogales, destacándose sobre el verde manto que forman viñedos, sembrados y maizales; y esta vegetación exuberante, limitada por el circuito de montañas que hemos señalado, piérdese en las lejanías hasta donde la vista alcanza, alzándose aquí y allá esbeltas palmeras que besan las nubes con el penacho de su ramaje».

Por otra parte, también queda constancia de la entrañable relación del gran republicano con nuestra geografía en otras obras. La novela titulada Santa Espa­ña, de Pedro Garcés Garcés (6) —autor del que muy poco sabemos y que debió vi­vir en Elda durante los años treinta—, que se publicó en la editorial Paraninfo en 1950, nos relata una curiosa anécdota que aconteció a Castelar según el testimonio de un anciano que fue amigo suyo:

«A don Carlos Millón le llamó la atención que el pasmo de la Oratoria, de re­conocido y admirado talento, tuviera en Elda una calle, un parque y un teatro, de­dicado a honrar su imperecedera memoria; mas pronto Vera le sacó de su igno­rancia: don Emilio Castelar Ripoll, nacido en aguas gaditanas, pasó su infancia y mocedad entre Sax y Elda.

Muy pocos habitantes tenía Elda cuando don Emilio jugaba por sus calles y re­corría su entonces ubérrima huerta, desconocida en la actualidad por desecar el pantano de Villena, cuyas aguas eran necesarias para que los alicantinos aplacaran su sed, guardándose como oro en paño algunos objetos de la pertenencia perso­nal de aquel gran Presidente de la primera República española, y refiriendo algu­nos ancianos anécdotas del insigne patricio, de tan grata recordación.

Vera presentó a sus amigos y compañeros a un simpático vejete que en sus días fue amigo íntimo del gran orador, refiriéndoles la siguiente anécdota, desconocida del mundo entero, y que voy a transcribir en honor a la verdad y honrado a don Emilio.

Entre Elda y Petrer hay enclavada una finca rústica, conocida por la “Casa Cortés” extensión superficial, habido cuenta que en Levante se encuentra muy repartida y la ‘Casa Cortés’ tiene una cuarenta hectáreas de Este a Oeste, la atraviesa el camino que conduce desde Petrel a la carre­tera de Alicante, desembocando en el lugar de la carretera general conocido por el Reventón; un camino particular, que arranca de este otro camino, nos condu­ce a la plazoleta de la ‘Casa Cortés’, que tiene enfrente de la mansión un enorme acebuche milenario.

La edificación de la ‘Casa Cortés’ data, en lo que a la casa se refiere, del año 1726; sin embargo, las cuadras y la bodega son de más reciente construcción.

Y en esta finca, y bajo el milenario acebuche, ocurrió…

El dueño de la propiedad había invitado a varios amigos a que comieran unos gazpachos, invitando a don Emilio. Los gazpachos manchegos —desconocidos en la Mancha— que se condimentan en Elda y Petrel son suculentos y me atrevo a afirmar que es un manjar de elegidos. El cocinarlos supone el ejercicio de una práctica cu­linaria elevada a la categoría de rito religioso.

Primero se cuece la carne, que tiene que ser va­riada: perdiz, conejo, palomo, cerdo, ternera y ga­llina. ¡Menudo caldillo! Aparte, y sobre tizones o brasas, se tuestan unas tortas pastoriles, que se desmenuzan en pequeños trocitos.

Se fríe tomate, cebolla, y se echa un poco de perejil; cuando está frita esta mezcla, se echan los pedazos de torta, hasta que queda ya bien sofrita la mezcla, a la que se añade el caldo que resucita a los difuntos, según decía la tía Ramosa, y poquito a poco se va añadiendo la carne ya cocida. Desde luego, el tío Quico desafiaba a los gastrónomos reconocidos de la localidad, a que no se comían un plato arrocero.

Pues bien; aquel día y bajo la fresca del ace­buche, todos los amigos del propietario de la finca y de don Emilio, comieron unos ricos gazpachos en santa paz y alegría.

Sabido es que don Emilio Castelar era un ver­dadero creyente, un católico [de] verdad, sin resa­bios jacobinistas, íntegro en sus creencias y practi­cante de los Mandamientos, no ya de la Ley de Dios, sino también de los de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Sobrecubierta de la novela Santa España, de Pedro Garcés, donde podemos leer una anécdota que aconteció a Castelar en la "Casa Cortés, comiendo unos gazpachos.
Sobrecubierta de la novela Santa España, de Pedro Garcés, donde podemos leer una anécdota que aconteció a Castelar en la "Casa Cortés, comiendo unos gazpachos.

Cuando terminaron de comer los ricos gazpachos, les sirvieron unos melones que el dueño de la finca fue partiendo en tajadas. Nadie ignora que los melones que se cosechan en la pequeña huerta de Elda y en los secanos de Petrel son los mejores que se obtienen en la provincia de Alicante.

Uno de los comensales, para darse tono entre sus amigos, sin pensar que alar­deaba de ignorancia supina, dirigiéndose a don Emilio, le espetó esta pregunta:

—¿Es cierto que Dios existe?

La pregunta fue escuchada por todos, esperando que el orador se dignara con­testaría; pero el silencio acogió la impertinencia.

Había pasado un rato desde que el inoportuno preguntara aquello, que él mis­mo estaba convencido de su existencia verdadera.

Don Emilio probó el melón, ¡qué rico! y en alta voz, con su timbre caracterís­tico, dando una entonación tribunicia a sus palabras, dijo, mirando al preguntante: — ¡Qué ricos melones se crían en esta tierra bendita!  Todos rieron la salida triunfal de don Emilio y el otro, cabizbajo, mordió ante sus amigos la vergüenza que su atrevimiento motivó, ya que don Emilio se jacta­ba y proclamaba, urbi et orbe, su fe católica integral».

Además, la novela de Pedro Garcés Garcés, Santa España, reviste para nosotros una especial importancia, dada la aparición en la trama de petrerenses que exis­tieron en la época. Personajes como el tío Quico, la Ramasa y, sobre todo, sus hi­jos, jugaron un papel importante en el periodo de la guerra civil y merecerían un estudio más pormenorizado que quizás un día pueda llevarse a cabo.

Pero para apreciar en su justa medida algunos aspectos de la compleja per­sonalidad del ilustre tribuno, sus cualidades humanas, nos parece necesario recoger las impresiones del célebre poeta Rubén Darío, gran admirador suyo, tomadas de la novela de E. Gómez Carrillo, La miseria de Madrid (7), que vio la luz por vez pri­mera en 1921:

«Entonces Rubén [Darío] […] referíame las famosas cenas en casa del gran ora­dor, cenas a las cuales él había asistido más de una vez, y que le parecían com­parables, por lo espirituales, al banquete de Platón. ‘Tenía la amable costumbre que Quinsey nos revela de Kant —decíame—; siempre que había invitados a su me­sa, y, siguiendo la regla de lord Chesterfield, el número de los que se sentaban, el comprendido, no era nunca inferior al de las Gracias ni superior al de las Musas. Y el mejor condimento era su charla monopolizadora del tiempo, a la cual ayudaba su memoria única con el más copioso anecdotario que sea posible imaginar. Des­pués, en su salón, al conversar, según fueren los asuntos, se dejaba llevar de su fu­ga tribunicia y sus palabras se convertían en párrafos de verdaderos discursos; y su vibración era contagiosa, y él se trasladaba en un salto invisible fuera del mo­mento. Cuéntase que un día acontecióle encontrarse en molestos apuros de dinero. Era en invierno y la chimenea estaba encendida, como su conversación, sobre un asunto político, delante de varios íntimos. Llega una carta de América con una le­tra por mil duros. Grata sorpresa que interrumpe un instante su hablar. Pero con­tinúa, con carta y letra en la mano, el discurso; a poco se precipita, y con una fra­se rotunda y un gesto supremo, carta y letra, hechos nerviosamente una pelota, ya están ardiendo en la chimenea. Otra vez hizo aguardar largas horas a un per­sonaje político, cuya presencia en la antesala se le anunciaba repetidas veces, porque le tenía asidos lengua y pensamiento una disertación sobre Botticelli y los pri­mitivos. Y de la casa en que aquel obrero tenía el obrador mental puesto para ser­vicio de tantos diarios y revistas del globo, salía mucho bien, mucho favor perso- nal, mucho consuelo a los pequeños, apoyo intelectual a quien lo necesitaba, consejo o aplauso, y la ayuda eficaz al pobre que le pedía, pues entre los humil­des, como entre los grandes, entre las palmas y lauros, sobre los cuales sobresa­lía su calva cabeza pensadora, resplandecía la virtud moral de aquel hombre sen­cillo, de corazón infantil../».

La relación de Emilio Castelar con Petrer es todavía más intensa de lo que se cree si nos hacemos eco de noticias que nos han llegado a través de la tradición oral. Según algunos testimonios, el que llegara a ser presidente de la I República, denominó a la plazoleta de la ermita de San Bonifacio no el balcón de España, si­no «el primer balcón de España». Además, el gran tribuno pudo haber estudiado en Petrer, concretamente en la actual Plaça de Baix, donde se hallaba el Beate­río, que fundó el presbítero Tomás Rico en los albores del siglo XVIII. En esta institución, sostenida por rentas eclesiásticas, «se po­dían hacer muchos estudios como el bachillerato, carreras cortas y los años de preparación de todas las facultades, además sus­tentaba dos vicarías, un colegio de niños y otro de niñas, este úl­timo a cargo de monjas, y ambos de primera enseñanza, que te­nían la obligación de alimentar de aceite todo el año la lámpara del Santísimo. Esta fundación se perdió por los años del 50 al 60 del siglo XIX, en ella los estudios eran gratuitos para todos y los derechos de matrícula, por especial privilegio, la mitad de los de­más centros de enseñanza de España, cuyo profesorado tenía la obligación de venir a examinar a esta villa» w. Esta hipótesis la ava­lan algunos datos biográficos, o más bien ciertas lagunas, pues­to que se desconoce dónde realizó Castelar los dos primeros años de bachillerato antes de ingresar en el Instituto Provincial de Se­gunda Enseñanza de Alicante en 1845. Si bien se crió entre Elda y Sax, donde recibió las primeras letras, es muy posible que Cas- telar cursara parte de sus estudios superiores en Petrer, único lu­gar donde existía un centro adecuado para ello, hasta que la de­samortización de los bienes eclesiásticos por parte del Estado acabara por cerrar sus puertas por las mismas fechas en que se produjo el traslado de un joven estudiante que acabaría siendo co­nocido en el mundo entero.

Emilio Castelar murió el 25 de mayo de 1899, hace cien años, pero en Petrer —así como en los pueblos de la comarca— no se le olvidó. En sesión ordinaria celebrada el día 15 de junio de 1902 —según consta en el libro de plenos del Ayuntamiento correspondiente a esa fecha—, siendo alcalde de Petrer D. Gabriel Payó Poyó, en el cuarto punto del orden del día éste manifiesta que «para honrar la Biblioteca Municipal con un libro más de los po­cos que tiene, había suscrito su nombre para adquirir la hermo­sa publicación de la Historia de Europa (10), última obro debida a la insigne pluma del malogrado repúblico D. Emilio Castelar, comprensiva de cinco tomos en cuar­to mayor que se pagarán por recibos mensuales de cinco pesetas; y el Ayuntamiento conforme asi lo acuerda y el pago se verifique con cargo al capítulo 1 ° y su artí­culo 3° del presupuesto». En sesión ordinaria del día 14 de septiembre de ese mis­mo año, siendo alcalde Gabriel Payó Poyó, en el cuarto punto del orden del día «se acordó el pago de 15 ptas. al depositario D. Anselmo Brotons, con cargo al capí­tulo I ° y su artículo 3° del vigente presupuesto por los cupones tercero, cuarto y quinto de la suscripción a la Historia Europea de D. Emilio Castelar. Ese mismo año ya figura una calle que lleva su nomnre, denominada anteriormente San José, un homenaje que, sin duda, sus contemporáneos le tributaron tras su muerte como reconocimiento a su labor a favor de la democracia y como muestra de aprecio a un compañero y a un amigo.

En 1999, cien años después de su desaparición, la Mancomunidad Intermunicipal del Valle del Vinalopó se planteó el reto de organizar el “Año Castelar” con el fin de conmemorar el centenario de su fallecimiento.

Junto con exposiciones, conferencias y ediciones de diversas publicaciones sobre Castelar, el Excmo. Ayuntamiento de Petrer consiguió llevar a buen puerto un proyecto de magnas proporciones: el congreso «Castelar y su tiempo», buscando dar cauce de conocimiento y publicación a las investigaciones sobre la figura de tan ilustre tribuno y el contexto histórico en el que se desarrolló su labor política, cultural y docente. Sus sesiones se llevaron a cabo desde el día 28 de abril, con la apertura del catedrático Javier Tusell, al 1 de mayo, con la celebración de la Ter­tulia de Amigos de Azorín, y la inauguración de la placa en homenaje a Emilio Cas- telar en la plazoleta de San Bonifacio, desde donde ahora, y para siempre, el gran orador podrá asomarse al balcón de España y contemplar el maravilloso paisaje de su tierra predilecta hasta la eternidad.

Notas

(1) Emilio Castelar y Rípoll, Recuerdos de Elda o las fiestas de mi pueblo, Elda, Pe­dro Poveda Fernández, 1999, reed. facsímil de la edición de 1932, pág. 3.

(2) Bernardo Herrero Ochoa, Castelar. Su infancia y su última año de vida, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1914, págs. 78-89.

(3) Vid. José Ramón Martínez Maestre, «La fábrica de las lonas de Santa Bárba­ra», El Carrer, n° 130, diciembre 1990, págs. 14-15.

(4) Pueden seguirse los avatares de Luis Cavero, médico cirujano de Petrer desde 1886, en la monumental Historia de la prensa periódica en Petrer, de Patricia Navarro Díaz, todavía inédita.

(5) En ese momento, cuando Castelar visita Petrer, la población de hecho es de 3.711 habitantes, constando veintiún alfareros, todos oriundos de Pétrer, que trabajaban en tres alfarerías. Vid. M°. Carmen Rico Navarro, Del barro al ca­charro. La artesanía alfarera de Petrer, Petrer, Ayuntamiento, 1996.

(6) Pedro Garcés Garcés, Santa España, Modrid, Paraninfo, 1950, págs. 142- 144. Para más información al respecto, vid. el trabajo de José Castell Catalán, «Elda en Santa España. Novela histórica», Alborada, n° 34, Elda, 1987.

(7) Enrique Gómez Carrillo, La miseria de Madrid, edición de José Luis García Mar­tín, Oviedo, Libros del Pexe, 1998, págs. 177-178.

(8) Agradecemos esta valiosa información a las hermanas Anita y Carmen Verdú, vecinas de la Plaça de Baix.

(9) Entresacado del libro Apuntes, del presbítero D. Conrado Navarro, edición de M°. Carmen Rico Navarro (en prensa). Vid. José Miguel Püyá Poveda, «Ca­pellanías, beateríos y montes comunales… Una aproximación a la desamor- tizoción petrerense», Festa 89, Petrer, 1989.

(10) Se trata de la Historia de Europa, que abarco desde la revolución francesa has­ta finales del siglo XIX, cuya primero entrega apareció en 1895. La obra completa, en cinco tomos, se editó en Madrid, en los talleres de Felipe Gon­zález Rojas.