Castelar y Petrer

La edificación de la ‘Casa Cortés’ data, en lo que a la casa se refiere, del año 1726; sin embargo, las cuadras y la bodega son de más reciente construcción.

Y en esta finca, y bajo el milenario acebuche, ocurrió…

El dueño de la propiedad había invitado a varios amigos a que comieran unos gazpachos, invitando a don Emilio. Los gazpachos manchegos —desconocidos en la Mancha— que se condimentan en Elda y Petrel son suculentos y me atrevo a afirmar que es un manjar de elegidos. El cocinarlos supone el ejercicio de una práctica cu­linaria elevada a la categoría de rito religioso.

Primero se cuece la carne, que tiene que ser va­riada: perdiz, conejo, palomo, cerdo, ternera y ga­llina. ¡Menudo caldillo! Aparte, y sobre tizones o brasas, se tuestan unas tortas pastoriles, que se desmenuzan en pequeños trocitos.

Se fríe tomate, cebolla, y se echa un poco de perejil; cuando está frita esta mezcla, se echan los pedazos de torta, hasta que queda ya bien sofrita la mezcla, a la que se añade el caldo que resucita a los difuntos, según decía la tía Ramosa, y poquito a poco se va añadiendo la carne ya cocida. Desde luego, el tío Quico desafiaba a los gastrónomos reconocidos de la localidad, a que no se comían un plato arrocero.

Pues bien; aquel día y bajo la fresca del ace­buche, todos los amigos del propietario de la finca y de don Emilio, comieron unos ricos gazpachos en santa paz y alegría.

Sabido es que don Emilio Castelar era un ver­dadero creyente, un católico [de] verdad, sin resa­bios jacobinistas, íntegro en sus creencias y practi­cante de los Mandamientos, no ya de la Ley de Dios, sino también de los de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Sobrecubierta de la novela Santa España, de Pedro Garcés, donde podemos leer una anécdota que aconteció a Castelar en la "Casa Cortés, comiendo unos gazpachos.
Sobrecubierta de la novela Santa España, de Pedro Garcés, donde podemos leer una anécdota que aconteció a Castelar en la "Casa Cortés, comiendo unos gazpachos.

Cuando terminaron de comer los ricos gazpachos, les sirvieron unos melones que el dueño de la finca fue partiendo en tajadas. Nadie ignora que los melones que se cosechan en la pequeña huerta de Elda y en los secanos de Petrel son los mejores que se obtienen en la provincia de Alicante.

Uno de los comensales, para darse tono entre sus amigos, sin pensar que alar­deaba de ignorancia supina, dirigiéndose a don Emilio, le espetó esta pregunta:

—¿Es cierto que Dios existe?

La pregunta fue escuchada por todos, esperando que el orador se dignara con­testaría; pero el silencio acogió la impertinencia.

Había pasado un rato desde que el inoportuno preguntara aquello, que él mis­mo estaba convencido de su existencia verdadera.

Don Emilio probó el melón, ¡qué rico! y en alta voz, con su timbre caracterís­tico, dando una entonación tribunicia a sus palabras, dijo, mirando al preguntante: — ¡Qué ricos melones se crían en esta tierra bendita!  Todos rieron la salida triunfal de don Emilio y el otro, cabizbajo, mordió ante sus amigos la vergüenza que su atrevimiento motivó, ya que don Emilio se jacta­ba y proclamaba, urbi et orbe, su fe católica integral».

Además, la novela de Pedro Garcés Garcés, Santa España, reviste para nosotros una especial importancia, dada la aparición en la trama de petrerenses que exis­tieron en la época. Personajes como el tío Quico, la Ramasa y, sobre todo, sus hi­jos, jugaron un papel importante en el periodo de la guerra civil y merecerían un estudio más pormenorizado que quizás un día pueda llevarse a cabo.

Pero para apreciar en su justa medida algunos aspectos de la compleja per­sonalidad del ilustre tribuno, sus cualidades humanas, nos parece necesario recoger las impresiones del célebre poeta Rubén Darío, gran admirador suyo, tomadas de la novela de E. Gómez Carrillo, La miseria de Madrid (7), que vio la luz por vez pri­mera en 1921:

«Entonces Rubén [Darío] […] referíame las famosas cenas en casa del gran ora­dor, cenas a las cuales él había asistido más de una vez, y que le parecían com­parables, por lo espirituales, al banquete de Platón. ‘Tenía la amable costumbre que Quinsey nos revela de Kant —decíame—; siempre que había invitados a su me­sa, y, siguiendo la regla de lord Chesterfield, el número de los que se sentaban, el comprendido, no era nunca inferior al de las Gracias ni superior al de las Musas. Y el mejor condimento era su charla monopolizadora del tiempo, a la cual ayudaba su memoria única con el más copioso anecdotario que sea posible imaginar. Des­pués, en su salón, al conversar, según fueren los asuntos, se dejaba llevar de su fu­ga tribunicia y sus palabras se convertían en párrafos de verdaderos discursos; y su vibración era contagiosa, y él se trasladaba en un salto invisible fuera del mo­mento. Cuéntase que un día acontecióle encontrarse en molestos apuros de dinero. Era en invierno y la chimenea estaba encendida, como su conversación, sobre un asunto político, delante de varios íntimos. Llega una carta de América con una le­tra por mil duros. Grata sorpresa que interrumpe un instante su hablar. Pero con­tinúa, con carta y letra en la mano, el discurso; a poco se precipita, y con una fra­se rotunda y un gesto supremo, carta y letra, hechos nerviosamente una pelota, ya están ardiendo en la chimenea. Otra vez hizo aguardar largas horas a un per­sonaje político, cuya presencia en la antesala se le anunciaba repetidas veces, porque le tenía asidos lengua y pensamiento una disertación sobre Botticelli y los pri­mitivos. Y de la casa en que aquel obrero tenía el obrador mental puesto para ser­vicio de tantos diarios y revistas del globo, salía mucho bien, mucho favor perso- nal, mucho consuelo a los pequeños, apoyo intelectual a quien lo necesitaba, consejo o aplauso, y la ayuda eficaz al pobre que le pedía, pues entre los humil­des, como entre los grandes, entre las palmas y lauros, sobre los cuales sobresa­lía su calva cabeza pensadora, resplandecía la virtud moral de aquel hombre sen­cillo, de corazón infantil../».

La relación de Emilio Castelar con Petrer es todavía más intensa de lo que se cree si nos hacemos eco de noticias que nos han llegado a través de la tradición oral. Según algunos testimonios, el que llegara a ser presidente de la I República, denominó a la plazoleta de la ermita de San Bonifacio no el balcón de España, si­no «el primer balcón de España». Además, el gran tribuno pudo haber estudiado en Petrer, concretamente en la actual Plaça de Baix, donde se hallaba el Beate­río, que fundó el presbítero Tomás Rico en los albores del siglo XVIII. En esta institución, sostenida por rentas eclesiásticas, «se po­dían hacer muchos estudios como el bachillerato, carreras cortas y los años de preparación de todas las facultades, además sus­tentaba dos vicarías, un colegio de niños y otro de niñas, este úl­timo a cargo de monjas, y ambos de primera enseñanza, que te­nían la obligación de alimentar de aceite todo el año la lámpara del Santísimo. Esta fundación se perdió por los años del 50 al 60 del siglo XIX, en ella los estudios eran gratuitos para todos y los derechos de matrícula, por especial privilegio, la mitad de los de­más centros de enseñanza de España, cuyo profesorado tenía la obligación de venir a examinar a esta villa» w. Esta hipótesis la ava­lan algunos datos biográficos, o más bien ciertas lagunas, pues­to que se desconoce dónde realizó Castelar los dos primeros años de bachillerato antes de ingresar en el Instituto Provincial de Se­gunda Enseñanza de Alicante en 1845. Si bien se crió entre Elda y Sax, donde recibió las primeras letras, es muy posible que Cas- telar cursara parte de sus estudios superiores en Petrer, único lu­gar donde existía un centro adecuado para ello, hasta que la de­samortización de los bienes eclesiásticos por parte del Estado acabara por cerrar sus puertas por las mismas fechas en que se produjo el traslado de un joven estudiante que acabaría siendo co­nocido en el mundo entero.

Emilio Castelar murió el 25 de mayo de 1899, hace cien años, pero en Petrer —así como en los pueblos de la comarca— no se le olvidó. En sesión ordinaria celebrada el día 15 de junio de 1902 —según consta en el libro de plenos del Ayuntamiento correspondiente a esa fecha—, siendo alcalde de Petrer D. Gabriel Payó Poyó, en el cuarto punto del orden del día éste manifiesta que «para honrar la Biblioteca Municipal con un libro más de los po­cos que tiene, había suscrito su nombre para adquirir la hermo­sa publicación de la Historia de Europa (10), última obro debida a la insigne pluma del malogrado repúblico D. Emilio Castelar, comprensiva de cinco tomos en cuar­to mayor que se pagarán por recibos mensuales de cinco pesetas; y el Ayuntamiento conforme asi lo acuerda y el pago se verifique con cargo al capítulo 1 ° y su artí­culo 3° del presupuesto». En sesión ordinaria del día 14 de septiembre de ese mis­mo año, siendo alcalde Gabriel Payó Poyó, en el cuarto punto del orden del día «se acordó el pago de 15 ptas. al depositario D. Anselmo Brotons, con cargo al capí­tulo I ° y su artículo 3° del vigente presupuesto por los cupones tercero, cuarto y quinto de la suscripción a la Historia Europea de D. Emilio Castelar. Ese mismo año ya figura una calle que lleva su nomnre, denominada anteriormente San José, un homenaje que, sin duda, sus contemporáneos le tributaron tras su muerte como reconocimiento a su labor a favor de la democracia y como muestra de aprecio a un compañero y a un amigo.

En 1999, cien años después de su desaparición, la Mancomunidad Intermunicipal del Valle del Vinalopó se planteó el reto de organizar el “Año Castelar” con el fin de conmemorar el centenario de su fallecimiento.

Junto con exposiciones, conferencias y ediciones de diversas publicaciones sobre Castelar, el Excmo. Ayuntamiento de Petrer consiguió llevar a buen puerto un proyecto de magnas proporciones: el congreso «Castelar y su tiempo», buscando dar cauce de conocimiento y publicación a las investigaciones sobre la figura de tan ilustre tribuno y el contexto histórico en el que se desarrolló su labor política, cultural y docente. Sus sesiones se llevaron a cabo desde el día 28 de abril, con la apertura del catedrático Javier Tusell, al 1 de mayo, con la celebración de la Ter­tulia de Amigos de Azorín, y la inauguración de la placa en homenaje a Emilio Cas- telar en la plazoleta de San Bonifacio, desde donde ahora, y para siempre, el gran orador podrá asomarse al balcón de España y contemplar el maravilloso paisaje de su tierra predilecta hasta la eternidad.

Notas

(1) Emilio Castelar y Rípoll, Recuerdos de Elda o las fiestas de mi pueblo, Elda, Pe­dro Poveda Fernández, 1999, reed. facsímil de la edición de 1932, pág. 3.

(2) Bernardo Herrero Ochoa, Castelar. Su infancia y su última año de vida, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1914, págs. 78-89.

(3) Vid. José Ramón Martínez Maestre, «La fábrica de las lonas de Santa Bárba­ra», El Carrer, n° 130, diciembre 1990, págs. 14-15.

(4) Pueden seguirse los avatares de Luis Cavero, médico cirujano de Petrer desde 1886, en la monumental Historia de la prensa periódica en Petrer, de Patricia Navarro Díaz, todavía inédita.

(5) En ese momento, cuando Castelar visita Petrer, la población de hecho es de 3.711 habitantes, constando veintiún alfareros, todos oriundos de Pétrer, que trabajaban en tres alfarerías. Vid. M°. Carmen Rico Navarro, Del barro al ca­charro. La artesanía alfarera de Petrer, Petrer, Ayuntamiento, 1996.

(6) Pedro Garcés Garcés, Santa España, Modrid, Paraninfo, 1950, págs. 142- 144. Para más información al respecto, vid. el trabajo de José Castell Catalán, «Elda en Santa España. Novela histórica», Alborada, n° 34, Elda, 1987.

(7) Enrique Gómez Carrillo, La miseria de Madrid, edición de José Luis García Mar­tín, Oviedo, Libros del Pexe, 1998, págs. 177-178.

(8) Agradecemos esta valiosa información a las hermanas Anita y Carmen Verdú, vecinas de la Plaça de Baix.

(9) Entresacado del libro Apuntes, del presbítero D. Conrado Navarro, edición de M°. Carmen Rico Navarro (en prensa). Vid. José Miguel Püyá Poveda, «Ca­pellanías, beateríos y montes comunales… Una aproximación a la desamor- tizoción petrerense», Festa 89, Petrer, 1989.

(10) Se trata de la Historia de Europa, que abarco desde la revolución francesa has­ta finales del siglo XIX, cuya primero entrega apareció en 1895. La obra completa, en cinco tomos, se editó en Madrid, en los talleres de Felipe Gon­zález Rojas.

 

 

 

 

 

 

 

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