Castelar y Petrer

Escrito por Mari Carmen Rico Navarro y Juan Ramón Martinez Maestre para la revista ‘Festa 99’

¿Será verdad? ¿Volveré a mi tranquilo valle y las campanas no resonarán como an­tes en mi corazón, y la luz encendida al pie del retablo antiguo no brillará como an­tes en mis ojos, y el campo no tendrá los mismos aromas, ni el horizonte los mismos destellos que en mi infancia, cuando las ilusiones se teñían en las florestas como las alitas de las mariposas, o la fe libaba esperanzas en la lejana estrella, como la abeja miel en la flor del cantueso y el romero? Si ha de suceder así no me lo digas, y déja­me que avive en la memoria, con toda la fuerza de mis recuerdos aquellos días en que no contábamos los años y en que no caían sobre nuestras cabezas las escarchas.

Emilio Castelar (1)

Emilio Castelar, ilustre tribuno y gran orador, siempre guardó un grato recuerdo de sus visitas a Petrer
Emilio Castelar, ilustre tribuno y gran orador, siempre guardó un grato recuerdo de sus visitas a Petrer

Durante los últimos años del siglo XIX se produ­cen una serie de hechos de diversa índole que tendrán gran relevancia en la historia de España y que vienen a ser manifestaciones de una crisis finisecular que se extiende en una sociedad decadente en la que comienzan a ponerse en duda los valores morales, políticos y literarios preestablecidos.

El declive del sistema impuesto por la Restauración, el aumento del proletariado industrial, la aparición de las nuevas fuerzas obreras y la pésima situación económica anuncian ya el desastre que se viene encima: la pérdida en 1898, de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

En mayo de ese mismo año llega Emilio Castelar a Sax, desde Madrid, para tratar de aliviar los problemas de salud que ve­nía padeciendo, cuyos síntomas se habían agudizado a raíz del asesinato de su ami­go Cánovas del Castillo por parte de los anarquistas, la voladura del Maine, la de­claración de guerra a España hecha por los Estados Unidos y el desastre de Cavite. Vencido en todos los frentes, acabado como po­lítico de prestigio, busca refugio en el que fuera año­rado hogar de su infancia y de su juventud, al que tan unido se sintió siempre.

Acerca de esta profunda vinculación del ilustre tri­buno con la tierra amada —y, por supuesto, con Petrer— nos ilustra Bernardo Herrero Ochoa en su obra Castelar, su infancia y su último año de vida (2), publi­cado en 1914, en cuyas páginas podemos leer no só­lo una amplia disertación de profunda minuciosidad descriptiva del valle, de su paisaje y de sus gentes, si­no lo que es más importante, la crónica de su última visita a nuestro pueblo:

«Si quisiéramos marcar los límites de la tierra predi­lecta de Castelar, diríamos que principia en la curva que, a partir de la estación de Monóvar, forman la sierra de Bateig y la del Cid, cerrando hacia Levante el valle de Elda, y termina por la parte Norte en la enriscada monta­ña, a cuyo abrigo se halla Sax emplazado, erguida en el centro de la extensa hondonada que forman sus campos y su huerta. Una distancia como de diez a doce kilómetros separa los dos puntos mencionados, y en tan limitado espacio concentró el gran tribuno lo que pudiera llamarse sus amores por la patria chica.

En las no interrumpidas excursiones que hacía Castelar a la provincia de Alican­te, cual devoto que acude en alas de devoción ferviente, a saludar la imagen objeto de su culto, corría, apenas se quitaba el polvo del camino, a visitar ciertos lugares con­sagrados por los recuerdos de su niñez. Siempre visitaba en Sax la hermosa heredad de Santa Eulalia, cuyos frondosos campos guardan la tradición, exornada por la le­yenda  de la victoria que alcanzó sobre los moros en el siglo XIII el noble caudillo ca­talán D. Berenguer de Entenza. Pero entre todas estas visitas abría por lo común la marcha un viaje a Petrel, subiendo directamente a la plazoleta que da acceso a la er­mita de San Bonifacio, a la que Castelar llamaba el balcón de España, desde la que se domina completamente el valle de Elda.

Tuve la honra de acompañarle en la última expedición que hizo á Petrel en 1898. Era una hermosa tarde del bien entrado mes de Mayo, cuando marchábamos des­de Sax hacia aquella pintoresca villa. Parecía que la tierra se había ataviado con sus mejores galas para recibir por vez postrera a su preclaro huésped, mejor dicho, a su hijo adoptivo, que tan gran cariño le profesaba. En aquel año, 1898, de tan triste me­moria para la patria, contrastando con las lágrimas de cien madres, cuyos hijos ago­nizaban en Cuba, diezmados por el paludismo, el vómito y las balas, había derramado la Naturaleza sus dones en aquellos campos, que ostentaban la esplendidez y la abundancia. Dorábanse las mieses en madurez completa, inclinándose a la tierra al peso de sus medradas espigas, y cambiaban las frutas en dulce néctar la acidez y as­pereza de sus jugos. En la inmensa campiña, poblada de olivos y de almendros, y de dilatados viñedos, aspirábanse con deleite los efluvios de la vid en plena florescencia, y los verdes pámpanos cubríanla de alfombra de esmeralda, hasta perderse en las fal­das de las sierras, que allá en la lejanía limitan el horizonte.

Cruza la carretera, como blanca cinta, la feraz campiña, amoldándose a las on­dulaciones del terreno, y así marchábamos desde el punto que da frente a la estación de la vía férrea, que frutales; las frondosidades de y blancas casitas; y paralelas con Vinalopó.

¡El Vinalopó! Es este riachuelo uno de los ornamentos de la tierra alicantina, y no representaría mayor riqueza si de plata líquida fuera su corriente. Hasta la pesca, abun­dante en algunos lugares de su trayecto, es medio de vida para el pobre en deter­minadas épocas del año. Desde tierras de Alcoy, hasta la presa que recoge el resto de sus aguas en la albufera de Elche, donde riega sus incomparables bosques de pal­meras, cruza toda la provincia, fecundando y convirtiendo en deliciosas huertas in­mensas superficies de terreno, que al ser tan desigual y accidentado, es incalculable la riqueza que representa la fuerza hidráulica que en sus saltos de agua viene a desarrollarse.

Mas volvamos a reanudar el interrumpido relato de nuestra excursión a Petrel. Habíamos llegado ya a la cumbre de la llamada cuesta de Santa Bárbara, y al do­blar la carretera al extremo de la sierra de este nombre, ofrécese a la vista uno de los paisajes más soberbios y hermosos. Entre la sie­rra de Santa Bárbara, completamente rala, y la de la Torreta, que ostenta entre sus peñas una vegeta­ción agreste de brezos, espinos, romeros y otra mul­titud de plantas, húndese el terreno en profundo barranco, formando una especie de collado, por cu­yo fondo serpea el Vinalopó entre cañares, tarayes y adelfas. A la derecha del camino, donde llega el traqueteo de sus ochenta telares mecánicos, presta animación y vida el sencillo y sobrio edificio de la fá­brica de lonas de don Vicente Castelló(3), y en la par­te opuesta, desde el trozo de carretera, tallado co­mo inmensa repisa en las primeras estribaciones de la sierra de Santa Bárbara, contémplanse desde gran altura los taludes que limitan el barranco, so­bre los que se alza una antigua venta, á guisa de feu­dal castillo y allá, en último término, aparece el ca­serío de Petrel, alegre y sonriente, sobre el boscaje de su huerta incomparable.

Paramos junto a una fuente, sita en la cuneta del camino, que al par que templa la sed del caminan­te, alegra con sus murmullos tan deliciosos parajes; y no lejos, admirábamos la soberbia vegetación de una hendidura formada por una vertiente de la sie­rra, en la que aparecía en revuelto desorden un ver­dadero bosque de vides y de almendros, de higueras y nopales.

Íbamos con Castelar en un mismo carruaje, quien esto escribe, su secretario particular, don Joa­quín Ferrer y su constante amigo y correligionario, el ex diputado de las constitu­yentes por Jorquera don Eduardo Sánchez Villora. Presa del mayor entusiasmo, exclamó don Emilio en aquel momento con alborozo infantil: ‘¡Mirad, mirad! ¡Qué bonito! ¡Qué hermoso paisaje! De cuanto en mi vida he visto, comparo esta tie­rra a Grecia, con la que le encuentro muy gran semejanza. Yo debo cuanto soy a haberme criado en ella, pues aquí vine a identificarme desde niño con el senti­miento de la Naturaleza’.

Pronto entramos en Petrel, y subiendo sus calles empinadas y angostas de as­pecto moruno, llegábamos a la plazoleta que da acceso a la ermita de San Boni­facio, desde donde abarca la vista en toda su extensión el valle de Elda. Forma este un inmenso óvalo circuido por altas montañas que, a partir de la ya mencionada sierra de Santa Bárbara, siguen la del Caballo y la del Cid, formando la curva que ocupa Petrel al extremo Este del mayor de los diámetros, y continúase luego la sierra del Cid con la  Bateig hasta la estación de Monóvar, cerrando el valle por la  parte del Mediodía.

Desde este punto completan el circuito hacia el Noroeste el alto de Bolón y la sierra de la Torreta que, como ya vimos, sólo la separa de la de Santa Bárbara la carretera y el barranco por donde corre el Vinalopó.

Digamos dos palabras acerca de nuestra breve estancia en Petrel. No obstante lo acostumbrados que estaban en estos pueblos a ver a Castelar, que a ellos ve­nía como a su propia casa, en todas partes era recibido con honores extraordinarios.

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