Barcelona, recuerdos de posguerra (XVI)

…Prosigue desde el decimoquinto capítulo…

En la ciudad continuaban surgiendo novedades, la escuela de idiomas Berlitz en la calle Pelayo consiguió un éxito de inmediato, pero mayoritariamente para aprender el idioma francés, que por aquellos años era el idioma preferido. El inglés solo empezó a interesar con la llegada de los Beatles. Y en la misma calle Pelayo el local de prácticas de la autoescuela Barcelona. Las clases de teórica se daban en un piso de la Rambla de Canaletas, frente mismo a la fuente.

Los Beatles fueron los auténticos embajadores del inglés en España.

Lo que de especial tenía aquel local de prácticas, es que poseía un simulador de conducción consistente en una carrocería de automóvil sin techo pero con todo lo que debía tener un coche, pedales, cambio de marchas, indicadores de velocidad, etc. Menos los intermitentes que aún no existían en los verdaderos coches, donde posteriormente se hacían las prácticas en la calle y en los que para avisar de un giro, bastaba con señalarlo sacando el brazo izquierdo. Junto al simulador se situaba un monitor que se ocupaba de enseñar a conducir sin malgastar carburante. Cada vez que el alumno cometía un error se encendía la luz roja que había enfrente y el monitor explicaba el porqué del error.

El hecho es que cuando el monitor consideraba al alumno ya apto para conducir, es cuando éste comenzaba a conducir por la calle. La ventaja para el alumno era practicar sin riesgo para nadie y posteriormente en las prácticas reales por la ciudad sentirse seguro desde el primer día y aprobar los exámenes de prácticas casi siempre a la primera. ¿Por qué desapareció este método? No se sabe.

Siguen habiendo, claro, simuladores de conducción parecidos al rudimentario de la época, pero su uso no es habitual en autoescuelas.

Barcelona, estación de Francia, punto de llegada y partida de los que se trasladaban a Francia en tiempo de vendimia. Eran numerosos los matrimonios que, procedentes de diferentes lugares de España, iban a ganarse un dinero que les permitiera subsistir algunos meses en su lugar de origen. Sabían que el trabajo era duro, pero se trataba de gente abnegada muy acostumbrada al trabajo y a las privaciones. Gente admirable.

La Estación de Francia vio a muchos españoles embarcar para la campaña de la vendimia en el país vecino

Y fue en la década de los años cincuenta cuando empezó el goteo de los que marchaban con un contrato de trabajo al otro lado de los Pirineos.

El lazarillo, que durante años fue testigo de todo lo que ocurría en las calles de la ciudad, se encontró de pronto, con su nuevo empleo, en un mundo desconocido para él hasta entonces. Se trataba de una industria dedicada a la fabricación de pequeños motores de explosión, que unidos a un alternador proporcionaban luz y fuerza eléctrica a pequeñas empresas durante los frecuentes cortes de electricidad que se producían.

La plantilla de aquella fábrica estaba compuesta por unos 40 operarios. Hasta aquí todo normal, pero que siempre diez de ellos por rotación estuviesen ausentes por baja médica ya no le pareció tan normal al lazarillo, que había trabajado con el estómago vacío y con una remuneración de miseria. Aquellos hombres no gozaban de lujos pero comían todos los días, y aunque la mayoría casados, se podían permitir  alguna que otra visita a la calle Robadors. ¿Qué clase de gente componía aquella plantilla de trabajadores?, pues lo menos que se podía decir de ellos es que se trataba de un grupo de vándalos. Disputas entre ellos a diario por cuestiones tan estúpidas como la valentía del torero Manolete y la del mejicano Arruza que terminaban a menudo a puñetazos y en pleno horario laboral.

Manolete y Arruza eran grandes amigos, ¡vayas trifulcas más absurdas!

El lazarillo empezó a comprender lo de nuestra guerra civil, matándose mutuamente, y también reflexionó lo difícil que debía ser el gobernar un país como el nuestro.

De toda la plantilla solo se observaba un comportamiento correcto en cinco o seis de ellos a los que los otros trataban de “pelotas” y “chaqueteros” cuando lo que hacían era limitarse a trabajar. A uno de aquellos buenos trabajadores, al que por su parecido con uno de los personajes del tebeo le apodaban Melitón Pérez, no cesaban de incordiarle y alguna vez, incluso agredirle sin motivo alguno.

Las tiras de 'Melitón Pérez', populares en la época.

A otro de ellos le apodaron el Ladoga por alusión al lago ruso donde él decía haber estado cuando pertenecía a la División Azul. Hombre trabajador y cumplidor, a menudo se veía obligado a aguantar impertinencias de mal gusto, como avisarle de que con la llegada del “bigotes” (se referían a Stalin,  que bastante ocupado estaba en su país construyendo Gulags), le cortarían el cuello.

En la España de la posguerra, cada vez que se mentaba a Stalin, era para asustar, en uno u otro sentido.

En cuanto al lazarillo, su estatura y delgadez les inspiró de inmediato un alias, “el Palmera”, y así quedó y se le conoció para siempre en aquel lugar.

De toda la plantilla de la empresa, solo una persona llegó a tener una gran amistad con el Palmera. Se trataba de un joven de aproximadamente su misma edad, nacido en Trujillo (Cáceres), que entró a trabajar como ayudante en la oficina. Muchacho muy formal, cumplidor y buena persona, que en las veces que frecuentó el domicilio del Palmera, hasta la madre de éste le cogió aprecio, «qué buen chico que es», decía de él. Aquel muchacho se había empeñado en llegar a ser actor y su ídolo de referencia fue siempre Marlon Brando. Con mucha voluntad y bastante esfuerzo consiguió su propósito, y en la década siguiente, la de los años 60, apareció en las pantallas como había soñado siempre, se llamaba Julián Mateos.

Julián Mateos llegó a ser un destacado actor años después. En wikipedia pueden leer sobre su vida.

Por aquellos tiempos empezaron a verse los llamados “Haigas”, nombre que se dio a los automóviles aparatosos tipo americano. Había muy pocos circulando porque es de suponer que solo estaban al alcance de personas con mucho dinero o de algún cargo público importante.

Un buen día apareció por la fábrica el dueño conduciendo un Opel Kapitan, es decir, un “haiga” que generó tal descontento entre los más vándalos que dieron comienzo verdaderos sabotajes contra la empresa. El Palmera fue testigo, incrédulo de lo que veía. Cigüeñales, émbolos y otros elementos del motor listos para su montaje, aparecían con señales de haber recibido golpes que los inutilizaban.

El Opel Kapitan, interpretado como señal de opulencia, provocó el rechazo de gran parte de la plantilla de operarios de la fábrica de El Palmera.

Las bajas por accidente laboral se multiplicaron, un engranaje caído sobre un pie, un dedo pulgar aplastado de un martillazo (dale a mi dedo con el martillo camarada, hoy por ti mañana por mí) y quemaduras en un brazo al haber entrado en contacto con uno de los tubos de las estufas que llegaban a ponerse al rojo vivo. A uno de ellos, las quemaduras le llevaron a la muerte por infección. Lo que el Palmera había escuchado de los tertulianos de su barrio sobre las diferentes maneras de escaquearse del trabajo, le parecieron infantiles comparado con lo que estaba viendo.

Por aquellos días el Palmera sufre un accidente laboral en absoluto provocado. Su impericia con las máquinas y el afán por cobrar más prima de productividad le llevan a cometer una imprudencia en una máquina fresadora que le cuesta una falange y media del dedo índice de su mano derecha. Hasta aquí nada de especial, le quedan aún nueve dedos y medio para ir tirando (accidente que da motivos de envidia a sus cretinos compañeros). Le acompañan para que sea atendido a la clínica donde está asegurada la empresa, se trata de la clínica Olivé Gumá en la calle Córcega, especializada en atender a los toreros que sufren percances con los toros.

Fotografía de la mítica clínica, muy conocida en Barcelona.

El doctor Olivé está considerado como el número uno en este tipo de heridas y en las corridas de toros de la Monumental está siempre presente en la enfermería. Hasta aquí nada especial, porque al Palmera tanto le da que aquel médico se dedique a curar toreros como que se dedique a rescatar alpinistas. Después de permanecer 24 horas en observación, el Palmera recoge su alta médica y cuando ya se dirige a la puerta aparece el doctor Olivé que, dirigiéndose al Palmera (y aquí llega lo especial), le dice textualmente: “tienes la estatura ideal para ser torero, tú al toro siempre lo verás más pequeño, ven a verme”.

Después de la experiencia con el boxeo, que le costó una paliza, ahora había éste otro que quería enfrentarle a un toro. El lazarillo se dirigió a su casa sin mirar para atrás mientras pensaba que la gente debía tenerle manía.

El dueño de aquella industria era un verdadero señor. De origen húngaro y judío, era físicamente el vivo retrato del jugador de futbol Kubala. Siempre vestido con un traje de chaqueta cruzada, no dudaba en agacharse a recoger del suelo una simple arandela caída o cerrar bien un grifo que gotease. Pero en la empresa, los salarios eran los más altos de toda la industria metalúrgica de la ciudad.

El hijo del doctor César, en la foto, Francisco Olivé Millet fue también un muy destacado médico especializado en tratar los percances que ocurrían en los ruedos.

Muy culto, educado y humano con sus trabajadores, se vio obligado a contratar a un individuo con el empleo de cronometrador de producción que en pocas semanas restableció el orden, cuando le  rompió a uno en la cabeza el botellín de cerveza que se estaba bebiendo (tuvieron que acompañarle a la casa de Socorro) los demás empezaron a comprender y se volvieron todos bastante buenos.

…Continuará…

 

 

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