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Barcelona, recuerdos de posguerra (XIV)

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…Prosigue desde el capítulo decimotercero… [2]

De pronto un día se produce un giro inesperado en la vida del lazarillo. En su barrio llevaba abierto desde hacía algún tiempo un local al que se llamó gimnasio. Como nadie de por allí había visto nunca uno de verdad, las madres alentaban a sus hijos a frecuentarlo con el fin de alejarlos de las calles.

En realidad aquello de gimnasio tenía muy poco, un par de espejos en las paredes, unos pocos juegos de pesas y una cuerda nudosa que pendía del techo para trepar por ella. El encargado del local, al que gustaba que  llamaran “preparador”, era un hombre de mediana edad del que nada se conocía pero al que se le atribuía la nacionalidad argentina por su acento,  y se rumoreaba que se trataba de un ex legionario.

El lazarillo fue varias veces por allí y aquel hombre siempre le repetía lo mismo: «tú, con lo alto que eres, serías un buen boxeador, con solo cubrirte el estómago con tus brazos nadie podrá contigo». Y no paró de insistir, hasta que le propuso ser su entrenador. Colocó al lazarillo frente a uno de los espejos y le ordenó que se preparase haciendo “sombra”. Hacer sombra en el argot pugilístico es fingir que das puñetazos a un rival que eres tú mismo reflejado en el espejo. Es decir, una solemne tontería, pero aquel hombre era bastante pesado y con muchas palabras.

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El lazarillo, en efecto, era un muchacho espigado en su adolescencia, pero de ahí a ser boxeador...

Cuando el lazarillo llevaba hecha más sombra que un parasol en la playa, el hombre le propuso, pagando él, acompañarle a presenciar un verdadero combate de boxeo en la sala Iris. Al lazarillo no le sedujo demasiado el espectáculo, a él le atraía más ser uno de aquellos chicos que aparecían a veces en el NO-DO, con sus capas negras llenas de adornos, conocidos como La Tuna y que cantaban Clavelitos. Pero aquel hombre insistía continuamente con lo del boxeo y el lazarillo acabó por no escucharle, solo interesado en ver si conseguía desarrollar algunos músculos, idea que cualquier experto le hubiese sacado de la cabeza, aquel escuálido cuerpo no daba para nada.

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La tuna, puro folclore español que se resiste a abandonarnos.

Y de pronto el preparador le propone ganar  25 pesetas (mucho dinero) en solo 10 minutos. Se trata de ir un domingo por la mañana a la sala Price donde jóvenes aficionados demuestran sus habilidades haciendo “sombra”. No es que al lazarillo le entusiasme la idea pero 25 pesetas representan más de dos semanas de sueldo.

Llegados a la sala Price, lo acompaña al vestuario donde se encuentra con otros jóvenes que vestidos con un calzón blanco les están colocando unos enormes guantes. El lazarillo le dice al “entrenador” que él puede hacer sombra como siempre, vestido y sin guantes, a lo que él replica que el boxeo es muy serio y que solo con subir al cuadrilátero uno ya puede considerarse un púgil. Todo aquello al lazarillo ya empieza a no gustarle nada, pero piensa en el billete de 25 pesetas que dentro de un rato  llevará en la mano camino de su casa.

Llega el momento de empezar la exhibición de “sombra”. Ya sobre el ring, ve en el lado opuesto al que también hará “sombra”, que es más bajo de estatura, pero el doble de ancho. El “entrenador”, situado detrás de las cuerdas, le da las últimas instrucciones: «cuando suene la campana, te colocas frente al otro y actúas cómo tú ya sabes». Suena la campana y el lazarillo avanza, pero el otro también, aunque parece que hace trampa, porque ya está dando golpecitos. Se escucha la voz del “entrenador” gritando al lazarillo: «¡salta, da saltos!» Y de saltos solo le dio tiempo a dar dos, porque de pronto recibe en plena cara un tremendo guantazo que le lleva a ver muchas estrellas. Instintivamente se lleva las manos a la cara para protegerse, y es cuando encaja en el estómago tal golpe que cae de rodillas sin poder respirar. Solo oye como muy lejanas las palabras que le grita el “entrenador”: «¡Levántate cobarde, defiende España!» Y es que seguramente se creía que estaba aún en la legión.

Con la cabeza aturdida se encontró en la calle, sin nadie a su lado y tampoco con el ansiado billete de 25 pesetas.

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¡Una vez y no más, Santo Tomás!

La llegada a su casa supuso la segunda parte del drama. Su madre, asustada al ver la cara de su hijo, quería saber quién le había dejado la cara como un mapa, y él le explica que ha sido boxeando y su respuesta es: «¡ya solo nos faltaba esto, como si no tuviéramos bastantes problemas!» El lazarillo se negó a decirle quién había sido el inductor de aquella idea. De habérselo dicho, aquella buena mujer va en su busca y seguro que le pega.

Al día siguiente, lunes, el lazarillo acude como siempre a su trabajo. El amo, como invidente que es,  no se percata de que la cara de su lazarillo ha sufrido un ligero cambio, pero aparece su esposa que al verlo se dirige a su marido exclamando: «¿pero has visto cómo viene?» (que manía la de preguntar a los ciegos si han visto algo), para a continuación oponerse a que salga a visitar clientes con el lazarillo en tal estado, mal vestido (después de años de ver su pobre ropa, o tal vez nunca reparó en él) y con aquella cara. A continuación le ordena que vuelva a su casa, pero sin cobrar los días que falte. El lazarillo, al escuchar aquellas palabras de una señora con los dedos repletos de anillos y un reloj Longines con cadena de oro de reciente adquisición, es invadido de una rabia sorda y sin levantar la voz le dice: «sí señora, me marcho a mi casa, pero para no volver nunca más». Y se marchó.

Y aquí termina la historia del lazarillo como tal. Solo tardó una semana en conseguir un nuevo empleo en la industria metalúrgica con un sueldo inicial de 100 pesetas a la semana, es decir, diez veces más de lo que le pagaba la señora de los anillos. Quedaban atrás los años de lazarillo y daba comienzo una nueva etapa en su vida.

Aquellos que vieron la luz en la nueva década, pudieron considerarse un poco afortunados, solo un poco, porque tampoco fueron años como para echar las campanas al vuelo, pero las cosas iban a cambiar a mejor lentamente. Aquella horrible década de los 40 quedaba atrás. De momento el lazarillo (continuaremos definiéndole así, porque el nombre que le pusieron sus padres al terminar la guerra no se consideró válido, al no figurar en el santoral. Llegó a tener tres nombres distintos impuestos por el funcionario creativo de turno, que acabó por no saber ni él mismo como se llamaba, pero esto es otra historia), disfrutaba con la conserva que le preparaba su madre (impensable hasta hacía poco), también tuvo la ocasión de probar el jamón de York y hasta llegó al lujo de conocer el sabor del chocolate, aunque todo ello de momento, en pequeñas cantidades. Para él, el cambio era notable aunque se produjo tardíamente, ya contaba con 16 años de edad.

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El lazarillo no tardó en encontrar trabajo en la metalurgia, en la pujante industria barcelonesa de los años 50. -foto de Photaki.com-

El estraperlo callejero fue desapareciendo (el de gran intensidad continuó por los siglos de los siglos, amén),  y las libretas que usaban los pequeños comercios para anotar las pobres compras que efectuaban las gentes humildestambién fueron causando baja.

Las Navidades de 1951 se celebraron con un pollo, las amas de casa podían agregar al agua de sus cocidos un cubito de caldo Maggi (que venía a ser el Tex-ton de antes de la guerra), luego apareció Gallina Blanca y sin poder fijar un orden cronológico preciso, muchas otras novedades.

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Caldo Maggi, uno de los "avances" que recuerda el lazarillo de la década de los 50 que comenzaba por aquel entonces.

Las mujeres se aficionaron a leer las novelas rosa de Corín Tellado, en las que los hombres eran guapos, educados y tan cariñosos que al levantar la vista del libro y verle la cara al marido debía de producirles un ligero sobresalto.

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En las novelas de Corín Tellado, el marido era siempre alguien ejemplar...

…Continuará…