Barcelona, recuerdos de posguerra (XI)

…Prosigue desde el décimo capítulo…

Un buen día empezaron a aparecer en algunas calles céntricas los llamados charlatanes, que montaban su mesa sobre dos caballetes y comenzaban con la oferta de una maquinilla de afeitar por 2 pesetas, para a continuación y a grandes voces, agregar un paquete de hojas de afeitar por el mismo precio, más la brocha para enjabonar la cara, más un recipiente para el jabón de afeitar, hasta completar un lote, que los curiosos allí presentes se llevaban hasta a veces agotar las existencias.

Los "charlatanes", por así decirlo, son tan antiguos como el mismo comercio, pero nunca han estado tan bien representados como en la época del viejo oeste estadounidense.

Aquellos hombres eran admirables, tenían tal facilidad de palabra y tal dinamismo en sus gestos al amontonar artículos que merecían ser recompensados con una compra.

En la Rambla, en el lugar conocido como La Virreina, estaban establecidos los escribas que con una mesita, dos sillas y una antigua máquina de escribir, se dedicaban a trasladar sobre el papel lo que el cliente, a menudo analfabeto, deseaba comunicar a su familia de algún lejano pueblo y que casi siempre tenía el mismo comienzo: “al recibo de ésta espero que estéis todos bien, yo bien, a Dios gracias”.

Palacio de la Virreina en las Ramblas de Barcelona.

Recordarlo produce cierta emoción, había pobreza e ignorancia pero la gente desprendía humildad.

También, y por todos los barrios, comenzaron a proliferar “las espiritistas”, que muchos años después recibirán un nombre más pomposo, “médiums”.   Había tanta mujer viuda de guerra, con el marido  desaparecido o un hijo fallecido, que a estas señoras no les faltaba trabajo. Conseguían comunicarse con el más allá desde donde el marido aconsejaba a su desolada viuda que buscase un buen hombre y se casase.

Los "espiritistas" tenían trabajo en la posguerra, tristemente, con todos esos mensajes que los seres queridos no pudieron darse.

En realidad es lo que ella esperaba escuchar, es decir, la aprobación de su marido del que aún dependía después de muerto.

De Plaza Cataluña hacia abajo se empiezan a observar relojes en las muñecas de los hombres y alguna cadena con su medalla en el cuello de las mujeres, se ven circular por las calzadas algunas motos rojas de pequeña cilindrada Guzzi Hispania, algún minúsculo coche de tres ruedas y forma de huevo con la marca Isetta y alguna vespa pero con otro nombre, Lambretta. Es decir, que la represión política de los primeros años ya no es la misma, aunque el ojo que todo lo ve, continuaba vigilante, temeroso de que aquellos rebeldes del exilio regresaran para perturbar aquel oasis de paz que era España.

Un modelo de Guzzi Hispania de algún afortunado coleccionista.

Tantas cosas nuevas se iban sucediendo que hasta se empezaron a rodar algunas secuencias de una película titulada Mariona Rebull en la calle del Portal Nou, que se basaba en hechos reales ocurridos a principios del siglo XX, cuando los anarquistas lanzaron una bomba dentro del Teatro del Liceo. El vecindario acudía cada atardecer para extasiarse con los personajes y sus ropas de época. Todo un espectáculo para la pobre gente.

"Mariona Rebull", todo un éxito de la época.

Con la llegada del buen tiempo, las familias se desplazaban a la montaña de Montjuich para pasar el día en un lugar sin definir llamado “Tres Pins”, porque no había tres sino tres mil. Las familias extendían sus manteles y mientras los niños jugaban, los mayores sacaban sus barajas y a esperar la hora de la comida.

Vista parcial de Barcelona desde la Font dels Tres Pins.

La gente que acudía allí era gente trabajadora, pacífica, que ya llegados al monte y mientras iban ascendiendo hasta el lugar escogido, entonaban todos, mayores y niños, la letra de una canción llena de contenido poético que fonéticamente sonaba así: “la merda de la muntanya no fa pudor, oh, oh, encara que la remenis amb un bastó”, y a esta alegre expresión de júbilo se unían todos aquellos con los que se coincidía por el camino.

El merendero de la Fuente de Tres Pins en la montaña de Montjuic siempre ha sido un emblemático espacio de recreo y esparcimiento, como comprobamos en esta foto de principios de siglo donde incluso se aprecia una pareja bailar (foto de Laura Baños).

La comida consistía invariablemente en la tortilla de patatas y cuando alguna vez se coincidía con una afortunada familia que a la hora de la comida sacaba una cazuela llena de conejo, todas las miradas se dirigían de reojo hacia el conejo y como los niños no apartaban sus miradas de aquella delicia, las madres se veían obligadas a llamarles la atención con un «¡niño, no mires más!»

Una apetitosa tortilla de patatas, que bien se llevaba a falta de conejo.

Mientras comían su tortilla seguramente les invadía una cierta envidia (envidia sana, o no).

Aquellos que podían pagarse el tren, se desplazaban hasta las Planas o la Floresta, donde se podía comer lo que cada cual llevaba consigo, en los llamados merenderos que consistían en mesas, sillas y un techo de cañas para resguardarse, bastaba con pedir la bebida, que generalmente consistía en un buen porrón de vino con gaseosa.

La Floresta en una imagen otoñal.
El porrón de vino y gaseosa ha alegrado muchos domingos.

Como los parques infantiles aún no se conocían, los niños jugaban a caerse sobre las piedras, a arañarse con las ramas y algunas veces a pegarse entre ellos. Mientras en el merendero, la familia dando sorbos a su carajillo de malta, se deleitaban con la música que sonaba en un viejo tocadiscos, propiedad del merendero. Se escuchaban rancheras mejicanas, pasodobles, canciones sobre toreros, como Francisco Alegre (y olé), Manolete, etc. Que más se podía pedir en una posguerra…

Continuará…

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