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Barcelona, recuerdos de posguerra (II)

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…Continuación desde el primer artículo… [2]

La labor del lazarillo no solo consistía en acompañar al amo por Barcelona. Todas las mañanas en su habitación despacho, sentados ambos cara a cara debía leerle todos los titulares de la Vanguardia Española y si el tema era de su interés había que continuar leyendo hasta el final. Mientras duró la segunda guerra mundial las noticias bélicas versaban la mayoría sobre avances y victorias de los alemanes. Este tipo de noticias al amo poco le interesaban, sin embargo, tan pronto aparecía algún escrito sobre Salvatore Giuliano era obligado leerlo, incluso a menudo dos veces. Las andanzas de aquel bandolero independentista perseguido por centenares de “carabinieri”, le encantaban y el lazarillo se percataba de ello por el continuo removerse en su silla durante esta lectura.

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Portada de la Vanguardia Española del 31 de mayo de 1949.

 

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Durante la década de los 50, Salvatore Giuliano, independentista y bandolero, causa el terror en diversas regiones italianas robando, asaltando y matando. Finalmente, quien a hierro mata a hierro muere, siendo traicionado y asesinado por uno de sus cómplices.

Aquel hombre era tan amante de la montaña en su juventud, que a pesar de su aguda miopía que le obligaba a usar gruesos cristales que  el definía como “culo de vaso”, tenía la osadía de emprender excursiones con el Centro Excursionista de Cataluña, excursiones que un mal día le costaron la vista al despeñarse por un barranco. El mismo confesaba no haberse percatado del peligro, hasta notar que no pisaba suelo, que estaba literalmente volando. Aquel hombre seguro que escuchando las andanzas de Giuliano se imaginaba a si mismo en lo alto de un otero, observando con vista de lince el ir y venir de los carabinieri allá abajo en la llanura y pletórico de alegría al comprobar que otra vez había conseguido burlarlos.

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: “Sin novedad en el frente” de Eric María Remarque, una lectura que impactó al joven lazarillo.

También alguna vez tocaba leerle algún libro. Stalingrado, cruel y solo apto para mentes morbosas. “Sin novedad en el frente” de Eric María Remarque, que es sin duda uno de los mejores alegatos contra las guerras pero sin duda el que más impactó al lazarillo, fue uno titulado “Mi vuelta al mundo”, de Augusto Assía. Con aquel libro descubrió el lazarillo que existían lugares que en nada se parecían al pequeño y sórdido lugar en que vivía. El capítulo titulado “Paradisiacas islas de Hawái, hijas de un volcán”, lo recordaría toda su vida, se prometió a si mismo visitar un día Hawái y jamás pudo hacerlo, pero como consuelo, la promesa que se hizo de poseer un día un automóvil (usado), sí que pudo cumplirlo y además con el tiempo llegó, hasta a poder comer todos los días. ¿A qué más podía aspirar aquel desdichado?

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Vía Layetana (1952), en una foto de Francesc Català-Roca.

Aparte de aquellos quehaceres, cada quince días sin falta, había que acompañar al ciego a la Jefatura de Policía de Vía Layetana. Estaba acusado de ser masón y debía acreditar con su presencia que no se había fugado. Pero hubo una vez que casi se produce un drama y no por culpa del supuesto masón.

El inspector de turno tenía encima de su mesa y bien visible una pistola. ¿Esperaba un ataque por parte de algún rojo suelto?, ¿Se trataba de intimidar? En un momento determinado alguien le dice alzando la voz que acuda a la entrada. El hombre desaparece dando enormes zancadas. El lazarillo aprovecha para alargar el brazo, coger la pistola y colocada sobre sus rodillas empezar a examinarla. El examen solo duró unos segundos porque un fuerte manotazo en el cogote acabó con su curiosidad al tiempo que le era arrebatada el arma y le gritaba al ciego ¿Ha visto lo que ha hecho su hijo?, pregunta poco adecuada a un ciego, a lo que el ciego respondió con un “yo, no he visto nada”, respuesta obvia. “Si fueses mayor te metía en la cárcel”, gritó antes de echarnos de su despacho. Aquella escena era propia del humor de Gila.

El hecho de estar ocho horas al día dando vueltas por Barcelona da la oportunidad al lazarillo de conocer todo lo que en ella sucede.

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Paseo de Gracia, años 40. Niño vendiendo "pitos pajarito".

El lazarillo no ha podido ir nunca a la escuela. Bueno ir ha ido pero al segundo día lo han echado porque algún alma caritativa se ha apresurado a informar que se trata de un” rojillo”, (menudo peligro un niño de corta edad y famélico), pero las cosas eran así. Si ha aprendido a leer y escribir se lo debe a su madre.

Pero como compensación a sus carencias escolares, le sirve mucho su curiosidad innata. Retiene todo lo que ve y escucha y a lo largo de su vida ésta cualidad, le va a servir de mucho.

De la Plaza Cataluña hacia arriba, dirección montaña, viven los que pasan menos hambre. Personas que trabajan y disponen de un salario, empresarios más o menos importantes y sobre todo los magnates del momento: los estraperlistas al por mayor (mercado negro de enverga dura).

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Las Ramblas (1962).

De la Plaza de Cataluña para abajo, uno se adentra en una especie de mercado persa de los que aparecían en  películas como “Las mil y una noches” o “El ladrón de Bagdad”.

No faltaba ningún personaje ni ningún ingrediente. Cerca del mercado de Sta. Catalina, se instala un hombre de poca estatura y jorobado que colgado de su cuello y hombros, lleva algo así como media docena de serpientes vivas. Vendía acompañado de su esposa el famoso ungüento de serpiente, que según decía lo curaba todo y la gente le creía.

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Nuestro protagonista, Mayo Casanova, el día de su comunión (1942).

A su alrededor, a lo largo de aquella calle se escuchaban las voces repetitivas de las vendedoras ambulantes de cigarrillos anunciando siempre por el mismo orden”Lucky, Chester, Philips” y así sin parar un momento. Aquellas mujeres vendían los cigarrillos uno a uno al precio de cincuenta céntimos de peseta.

Si tomamos como referencia lo que costaba la entrada al cine Manila en la misma calle, donde se podía ver dos películas por veinticinco céntimos, comprar un cigarrillo rubio era un lujo. Sin embargo se vendían. Junto a las vendedoras de cigarrillos estaban las que vendían pan: «!hay barretas, hay pan!», anunciaban. Una barreta de pan de 100 gramos, se vendía por 1’50 pts. (un  dineral) y el “chusco”, o sea, el pan que daban a los soldados en los cuarteles, costaba dos pesetas. Y también se vendían.

Y luego hay que agregar, mujeres y algún hombre, que encima de un trozo de tela extendido, vendían fruta y verdura pero en míseras cantidades: tres manzanas 1 coliflor, cuatro patatas, que seguramente habían volado de algún huerto de la periferia de la ciudad, para desesperación de los modestos agricultores. De pronto al grito «¡AGUA!», todo era recoger el negocio y echar a correr. Era el grito de aviso de la llegada de los dos municipales que no detenían a nadie, se limitaban a llevarse a su cuartelillo todo lo que habían pillado, donde con la puerta abierta y sin ningún disimulo se podía observar como hacían el reparto entre ellos. ¿Pero había alguien con agallas para decir algo?

De los dos municipales que tenían por misión perseguir la venta ambulante, había uno que sin duda mandaba, que todos conocían como “el Gravat” ya que su cara presentaba el aspecto clásico de aquellos que han sufrido viruela. Este municipal causaba  pánico entre los vendedores ilegales. Hombre extremadamente violento, no le bastaba con apropiarse de las pequeñas cantidades de mercancía, parecía que no quedase a gusto si no agredía a alguno de los desdichados, se tratara de hombre o mujer. Y lo hacía con rabia. Tal temor infundía a la gente que con el tiempo el grito de aviso pasó de ser “Agua” a ser «¡¡El GRAVAT!!»

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Llegada de exiliados de Rusia al puerto de Barcelona (1942).

Por espacio de media hora las calles quedaban desiertas, exceptuando al de las serpientes que seguramente pagaba un permiso, o según qué días, continuaban con su actuación sin inmutarse. Los de la cabra que subía una escalera o a veces el enorme oso que se erguía a la voz de su amo. Nunca vieron actuar juntos cabra y oso, por razones obvias. El público aplaudía, pero al pasar la gorra todos tenían prisa por marcharse.De pronto algunos días  aparecía un hombre que por su vestimenta recordaba alguna región del sur de España, el cual llevaba cogido de las riendas a un asno cargado con dos alforjas dentro de las cuales se encontraban diferentes tipos de cazuelas, cántaros etc. Hechos de barro. Y al enorme vocerío se unía el estridente sonido del silbato del afilador de cuchillos en busca de clientes. Es decir que aquella bulliciosa masa de gente, formaban un espectáculo pintoresco y divertido. Ayudaba a olvidarse del hambre.

Subiendo hacia arriba, dirección montaña, se llegaba enseguida a la Plaza de Cataluña, otro pequeño circo dentro de la ciudad. Un hombre con llamativo chaleco y un sombrero con pluma que le daban un aspecto tirolés, hacía trabajar a unas palomas adiestradas que obedecían a sus silbidos y pasaban a través de un arco de madera que el levantaba por encima de su cabeza.

CONTINUARÁ…