El puesto de Las Pedrizas

 

Mi reclamo veterano, curtido en multitud de lances cuquilleros, lleva haciendo sobre el pulpitillo un trabajo excelente, realizando salidas intermitentes con la intención de no atosigar al campo. De vez en cuando emplea paradas sonoras de forma intencionada, siempre magistrales, a las que me tiene acostumbrado, para escuchar las posibles réplicas de las camperas a los continuos mensajes que pregona desde su atalaya…

Aún no hay respuesta… sigue el silencio del monte… y mientras, mi mejor pájaro, sigue afanado en su labor de eliminar el mutismo desesperante en el que se encuentran las perdices, tratando de obtener por todos los medios algún mensaje retador de las patirrojas. Para ello, abomba su pecho y emplea cantos y sonidos caracterizados por una gran sonoridad, engallado, expectante… rozando las plumas encrestadas de su cabeza en el techo de la jaula. Cuando canta, le gusta introducir su pico entre los alambres de su habitáculo, queriendo así que sus ecos sonoros alcancen una mayor distancia.

Otras veces, y tras algunas calladas, rompe con un curicheo tan suave y aderezados con unos piñones flojos y entrecortados… que me hacen pensar que el campo se encuentra ya muy cercano. Ya lo conozco y sé que es una táctica que emplea cuando aún no ha oído ni visto al campo, pero intuye que se aproxima en silencio a la plaza y viene tapándose entre el monte.

De vez en cuando emplea el revuelo, al que acompaña con unos golpes de saseo, intentando a toda costa romper la indiferencia y apatía que muestran sus congéneres. En otras ocasiones,  cuando utiliza el embuchado ahogado y puja su plumaje, sabiendo que no existen camperas en sus inmediaciones, deduzco que con su actitud conciliadora está quizás recibiendo a algún gazapillo despistado, que ha salido de una zarza cercana, o bien al hambriento zorzal que está tratando de buscar su sustento entre las jarillas.

¡Por fin!… algo ha debido de oír a lo lejos… pues mi perdigón ha dado una enérgica vuelta en la jaula y dirige hacia una pedriza próxima su potente canto de cañón, que completa con unos poderosos piñones. Comienza un largo recital sonoro, pero aún no  oigo con nitidez la voz del campo. No escucho en la lejanía nada… el paso de los años me han restado capacidad de audición, a pesar de que mi pájaro veterano sigue reclamando con insistencia y dirigiendo, hacia una dirección determinada, sus mensajes agresivos.

En esos momentos, la leve racha de aire que está soplando incrementa su intensidad y me trae el eco inconfundible del canto ronco del gallo de banda, dueño del terreno donde estamos instalados. Debe estar bregado en mil batallas y escaramuzas, a raíz de las agrias respuestas que escucho ya algo más cercanas. El intercambio de mensajes se sucede, al mismo tiempo que se acorta la distancia que separa a los dos contendientes. La entrada en plaza parece inminente…o por lo menos, ese es mi principal deseo.

Tras mantener un largo diálogo, en el que se intercalan sonoros regaños y llegado el momento de mayor irritabilidad del campero, mi reclamo enmudece a propósito para envalentonar a su adversario. Efectivamente, esta engañosa muestra de cobardía provoca el efecto deseado, y así, por un clarillo del puesto de monte, contemplo la maravillosa escena del valiente garbón afilándose el pico en una piedra, mientras piñonea con rabia y da de pie con insistencia, para dirigirse después embolado hacia la plaza.

¡El combate está planteado!… entra con aires de autoridad, enmoñado, haciendo escudos alternativos con sus alas, tembloroso ante la ira que lo domina, grilleando, riñendo, queriendo mostrar tanto con su lenguaje plumífero como sonoro su claro dominio de la situación. Y mientras, mi reclamo lo recibe con dulzura, inmóvil, ha conseguido su objetivo, que no es otro que el divisar desde su altura las muestras belicosas que le plantea su oponente campero.

Llega solo y no se escucha por el entorno ninguna otra perdiz, posiblemente será un guerrero viejo y cansado que, enviudado, ha perdido ya parte de sus fuerzas y el arrojo necesarios para buscarse nueva compañera con la que emparejarse, o bien el tratar de apropiarse de la hembra que acompaña a su vecino de territorio.

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Perdiz roja, fotografía de Néstor Rico.

Sigue dando vueltas al arbolete, es preciso esperar antes de efectuar el disparo a que el desafío que mantienen llegue a su cénit y que, además, se encuentre en el lugar adecuado, para que posteriormente pueda ver y asociar la inmovilidad del vencido con una nueva victoria.

El campo enmudece ante el estampido, con el paso de los años cada vez me cuesta más apretar el gatillo. El suave responso del guerrero enjaulado es lo único que se escucha tras el desagradable estruendo. Unas miradas desde su púlpito al perdedor de la contienda, mientras carga el tiro, al que sigue el acto de sacudir su plumaje y emitir cantos de victoria, señalan casi la terminación del lance. Sigue buscando nuevas respuestas del campo, pero por su forma de trabajar, dada su larga experiencia, me hace comprender que hay que poner el punto final al puesto.

Salgo del tollo y me dirijo lentamente a mi pájaro, le pallileo, como gesto de saludo, aunque este detalle ya lo ignora dada su trayectoria y el aspecto de indiferencia que me muestra. Una vez tapado con el capillo inspecciono el cuerpo del aguerrido campero: es muy viejo, tiene cuatro espolones agrietados por la edad, seguro que fueron empleados en más de un enfrentamiento, siendo armas poderosas utilizadas en peleas importantes tanto para defender a su hembra, como a la querencia que lo vio nacer.

Muestra las plumas negras en la cola y en las piojeras existentes debajo de las alas, que lo encasillan teóricamente como jefe de bando, aunque estos distintivos no indican para nada que estemos ante perdices especiales. Otras camperas ofrecen también estos atributos físicos y son frías y distantes, además con  escaso valor,  por lo que siempre he pensado que no guardan relación directa alguna con su valentía.

Camino entre las jaras con mi perdigón alojado en mi espalda, del gancho de la jaula llevo colgado el machaco viudo que plantó cara a mi campeón. Me acompañan también los agradables olores que emanan de la vegetación del monte que existe en el trayecto de vuelta. Así mismo voy repasando, mentalmente, todos los detalles del emocionante lance perdigonero que he experimentado, seguro  que quedarán almacenados  en mi memoria cuquillera.

Esta modalidad cinegética está llena de matices, de sinsabores, de frustraciones y alegrías, de claros y oscuros, pero ante todo irradia una enorme ilusión, la cual nos acompaña afortunadamente durante todo el año.

Manuel Romero Perea es autor de los libros “La caza de la perdiz con reclamo. Arte, Tradición, Embrujo y Pasión” y “El reclamo de la perdiz, raíces de una caza milenaria”

 

 

 

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