Escritos de un joven indecente (XCIV): la muerte inocua

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La MUERTE,
símbolo
poético
por
excelencia,
es la metáfora
compleja
que surge
cuando
la casualidad
impuesta
por la causalidad
lleva
al POETA
a LAMER,
hasta desgastar
su LENGUA,
su boca,
sus dientes,
unos dedos,
unas manos
entrelazadas,
una frente
zozobrando
ideas
y sentimientos
(entre lo académico
y el estilo anárquico),
un CUERPO
con PECHOS
que son
panales
de abejas
y saben
a orilla,
metal
y stevia
en el INVIERNO
más sombrío.

La MUERTE
es no encontrar
consuelo;
escribir
por escribir,
teclear
sin pausa
pero con prisa
por definir
tu técnica
fuera
de las academias.

La MUERTE
reside
en el polvo
de los hueso
del que escribe
con
DEDOS
de pianista
sobre
el lienzo
anónimo
que es
la CARNE
tumbada
en las sábanas
manchadas
de SANGRE
al estallar
en instinto
más ANIMAL
del SER
humano;
ese
que nos hace
SER
malos
por naturaleza.
Humanos,
demasiado
humanos.

La MUERTE
es gozar
al perderse
en el AHORA
de la NADA
de una madrugada
cuando fuera
de la cama
el hambre,
la ira,
la cólera,
la rabia,
el comunismo
(máxima
virtud
intrínseca
de la clase obrera
y su miseria)
siguen
sin hacer justicia,
y los MUERTOS,
muriendo
en las aceras,
y los VIVOS
ensimismados,
hace tiempo
que MURIERON.

La MUERTE
es
el pecado
permanente
del que escribe
rindiendo
homenaje
a aquellos
que MURIERON
y que
si resucitaran
pondrían
el grito
en el CIELO
y renunciarían
al título
de POETAS
al darse cuenta
que un intruso
sin talento
ni recursos
invade
el MUNDO
de las letras
sin respeto.

La MUERTE
es
arrepentirse
sin perdonarse,
no escribir
lo que uno
SIENTE
y esperar
que una MUJER
intente
lo imposible.
SALVARTE.

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